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La copa de nuestros hijos

La copa de nuestros hijos

Belvedere ·

Pablo Salazar

Valencia

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Sábado, 25 de mayo 2019, 00:19

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Trabajaba ese día, supongo que sería un jueves. Así que lo vi en la redacción, por la tele, la remontada del 2-0 que nos traíamos del Pizjuán, los tres goles que clasificaban al Valencia, la euforia casi desatada... y el tanto de Mbia en el fatídico minuto 93 que nos dejó sin la final de la Europa League. Corría el año 2014. Al llegar a casa, ya tarde, tuve que dedicarme a practicar maniobras de recuperación con cuatro chicos que todavía no daban crédito a lo sucedido, a la injusticia histórica, cósmica, que nos había birlado lo que nos correspondía y casi acariciábamos. Es que no hemos sabido defender, es que deberíamos haber perdido más tiempo, es que el árbitro ha alargado demasiado, es que el Sevilla tiene una potra... Alegato frente al que uno poco podía oponer, simplemente escuchar, tratar de calmar los ánimos y de ofrecer la esperanza de que ya vendrá otra, que no hay que preocuparse, que antes o después tendremos nuestra oportunidad. Pero se me quedó grabada la pregunta, queja, reclamación, desahogo o lo que fuera de mi hijo Álex, que si ahora tiene 22 años por entonces debía de estar en los 17: ¿Es que no voy a vivir nunca una final de adolescente? Ha tardado pero ha llegado, una final, que ya no le pilla de adolescente ni a él ni a mis otros tres hijos, aunque ya se sabe que hay algunos que hoy alargan la adolescencia hasta los 30 y los 40. Nunca hay que desesperar, siempre hay que persistir. La historia del Valencia es cualquier cosa menos lineal. Combina etapas de gran esplendor -en los cuarenta y en el tránsito del XX al XXI- con periodos de sequía prolongada, crisis económica, deportiva, institucional, riesgo de quiebra, procesos de venta... Así ha sido y probablemente así siga siéndolo porque de alguna forma está en la idiosincrasia del club, valenciano hasta el tuétano, capaz de lo mejor y de lo peor, excesivo en las victorias, depresivo en las derrotas, aficionado a la montaña rusa, enemigo de la rutina y el aburrimiento. Recuerdo de niño las Copas del 70, el 71 y el 72, perdidas las tres, sobre todo la jugada contra el Barça, el escándalo de arbitraje, la expulsión de Sol. Como adolescente viví la del 79, la del Matador Kempes, y ya como adulto las del 95 (la del agua, en vivo y en directo en el Bernabéu), el 99 (en Sevilla, en La Cartuja, inolvidable) y 2008. Esta me coge en plena fase de descreimiento futbolero, de alejamiento por pudor de un negocio que a días -casi todos- me parece obsceno. Pero mentiría si dijera que no estoy nervioso, que no la voy a ver, que no me emocionaré si gana mi equipo, que no siento algo especial. Y sobre todo, pienso en mis hijos, en la generación de los que todavía no han vivido una final y hoy, pase lo que pase, van a poder disfrutar de su Valencia en el partido más importante del año. Y de su vida.

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