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Nostalgia ochentera

¿Añoramos la Valencia de hace cuarenta años porque era mejor o porque éramos cuarenta años más jóvenes?

Pablo Salazar

Valencia

Sábado, 7 de junio 2025, 23:49

Me provoca mi compañero de sección de los domingos, el escritor metido a político Esteban González Pons, tras la presentación de su novela ('Libro de ... Pecados') en el Aula LAS PROVINCIAS. A ti lo que te pasa -me dice- es que eres un nostálgico de Valencia. Durante el coloquio en la Fundación Bancaja, él mismo había reconocido que añora la ciudad de los ochenta, la de cuando éramos jóvenes. ¿Es así?, me pregunto el día después. ¿Siento nostalgia de la Valencia ochentera? Pues sí y no, que diría Rajoy, me respondo. Claro que recuerdo los lugares desaparecidos de mi niñez y, sobre todo, de mi juventud. No sólo los bares y cafeterías de los que gusta ocuparse Miquel Nadal (otro integrante del club de los nostálgicos). Los Barrachina, Balanzá, Lauria, Reno, Hungaria, San Patricio, Noel, Loen, Suesba, Sibaris, Frankfurt y resto de establecimientos repartidos por un casco antiguo y un Ensanche en el que apenas sobreviven dos o tres valientes rodeados de franquicias por todas partes. Sino también aquellos otros que formaban parte de nuestra agenda de fin de semana o que protagonizaban los encuentros en días laborables destinados a la conspiración política. 'Los abuelos', en los locales de la iglesia de San Pascual Baylón, El agujero, Zorba's (invariable lugar de quedada en viernes y sábados antes de cenar), Champagne, en Conde Altea, Manon, Le Clichy, la pizzería Sambuco, el Mesón del Peine y hasta el restaurante El Timonel, donde se cocinaron algunos pactos entre profesores y alumnos para tratar de frenar el imparable avance en la universidad de la izquierda nacionalista y radical. Algunos de nuestros sitios siguen en pie, reformados unos (El Martinot) o impasibles al paso del tiempo otros (El Famós). Pero no son sólo bares, pubs o discotecas, que aunque uno no fuera de frecuentarlas alguna vez hizo su aparición en las legendarias Distrito 10, Woody o Jardines. Son también cines (¿dónde fueron el Artis, el Serrano, el Capitol, el Tyris, el Rex, los Martí, el Eslava, el Acteón...?), las heladerías (¿qué se hizo de la horchatería Chaume, en la calle Ruzafa, de El Rincón Valenciano, en la calle Vitoria -una perpendicular de Embajador Vich-, de los italianos de la plaza del Ayuntamiento o de la calle Xàtiva? Menos mal que nos quedan los de Reino de Valencia). Podría seguir con tiendas (¿a dónde se fue Agua de Limón?, ¿y Cambalache?, ¿por qué tuvo que cerrar Altarriba?, ¿cómo es que no sigue abierta Fresas de mis Fresares?...), mercados, librerías (¡ay, las librerías!, la lista ocuparía todo el artículo) y papelerías, quioscos y vendedores de prensa (¡Venturaaaaaaa!), teatros, canódromos y hasta los irresistibles (para mí) atzucacs, los callejones sin salida que han ido cayendo uno tras otro, víctimas inocentes de un desarrollo urbanístico que reducía estos rincones a espacios fuera de su tiempo y de los que apenas sobrevive el de Viciana. ¿Sigo? Sigo. Me acuerdo, claro, de la playa de Nazaret y de Benimar, mucho antes del muelle Príncipe Felipe y de los megaportacontenedores. Del balneario Mar Azul. De Las Arenas y la Malvarrosa antes del paseo y con unas playas sin colectores ni depuradoras a las que había que acudir (de la logística se encargaban nuestras madres) con el aceite y el algodón para limpiar los pies manchados de alquitrán. De La Pepica y La Marcelina. Tenga viva la huerta de Vera antes de los campus y del tranvía. La Estacioneta cuando el trenet tenía los bancos de madera y el metro no era ni un proyecto lejano. Como puedo dibujar las vías del tren a su paso por la avenida de Aragón. Y los depósitos y almacenes abandonados junto al colegio de El Pilar, por donde salíamos a correr en clase de Gimnasia. O mi casa en la calle de las Barcas y el sereno al que se llamaba dando dos palmas bien sonoras (¡Serenooooo!») y la pastelería Viena en la que mi padre compraba los domingos caprichos, palos de crema y de chocolate y merengues de café tras salir de misa de una y cuarto en San Juan de la Cruz, donde mira tú por dónde me casé yo y se casó mi hijo Pablo. Está todo archivado en mi memoria y sí, por supuesto, siento nostalgia de todo ello. Pero más que de los lugares, de las personas, de los que ya no están. La nostalgia, al menos en mi caso, es más sentimental -puede incluso que existencial- que práctica. Aquella Valencia de hace cuarenta años no era mejor. Tampoco peor. Más auténtica, sí. Menos turística y, por consiguiente, menos previsible. Ahora lo son todas (a veces, hasta el aburrimiento). Igual de caótica y ruidosa. De aldeana unos días y de pretenciosa otros. Pero claro, querido compañero de sección en los domingos, teníamos cuarenta años menos.

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