Refugiados pero con el futuro en el aire
Crisis. Más de 4.000 desplazados piden cada año asilo desde la Comunitat. A dos de cada tres no se les concede. Ampliar plazas de acogida es la mayor urgencia
Refugiado. «Persona que, debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opinión política, se ... encuentra fuera de su país y no puede, o no quiere, a causa de dichos miedos, acogerse a la protección de tal país».
Es la definición que el Gobierno hace de las personas como las que huyen de la Guerra en Ucrania, un conflicto que ya deja más de dos millones de desplazados en Europa, según cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
¿Cuál es la realidad de este colectivo en nuestra región? Como constatan las últimas cifras del Ministerio del Interior, más de 4.000 llegaron el año pasado a la Comunitat y pidieron protección internacional al Gobierno. A razón de 354 al mes. Son 11 al día.
Y el fenómeno se acrecienta. La cifra repuntó en el primer mes de este año, con más de 400 solicitantes de protección internacional. Según los datos estatales del año pasado, sólo un 8% respecto a los solicitantes obtiene el estatuto de refugiado. Y únicamente un 31%, algún tipo de protección.
En cuanto a las procedencias, la inmensa mayoría de los refugiados de la Comunitat llegan desde Venezuela. Ya en segundo lugar, aparece Ucrania, con 400 desplazados solicitantes de protección desde tierras valencianas en 2020. La Comunitat aparece ya este año como la cuarta región de España con más refugiados, según las estadísticas más recientes del Ministerio del Interior.
Cristina Romero Julián es responsable autonómica del programa de personas refugiadas de Cruz Roja. Define así el perfil de los desplazados que recalan en tierras valencianas: «Antes de que estallara la crisis en Ucrania destacaban los flujos de Venezuela, Colombia u Honduras. También de guerras prolongadas y conflictos en Siria, Afganistán o países de África».
Largas esperas
Según detalla la experta, «el Gobierno estudia todas las solicitudes, pero nos encontramos con largos periodos de tiempo en las resoluciones. Tanto para conceder como para denegar el asilo». Cuando un refugiado pide protección a España se le concede permiso de residencia y, ses meses después, de trabajo. «Si su solicitud se resuelve positivamente, se le mantiene la residencia. Si no, queda en situación irregular».
Durante el tiempo en que se estudia cada caso, el refugiado queda a merced del esfuerzo de organizaciones no gubernamentales como Cruz Roja, Cear y otras muchas que se encargan, esencialmente, de alojarlos en pisos compartidos, enseñarles el idioma, auxiliarlos en los trámites administrativos o formarlos de cara al reto más complicado: encontrar un trabajo que permita salir adelante al desplazado en condiciones dignas. Cruz Roja, por ejemplo, dispone en la región de 26 viviendas de acogida temporal con 152 plazas.
Dos años acogidos
Pero el paraguas de la acogida inicial no es para toda la vida. «Puede extenderse entre los 18 y 24 meses. Y se ve interrumpido si se le deniega el asilo», detalla Romero. Esto genera en los desplazados una urgencia añadida al drama de su huida y de vivir sin apoyos familiares: hay que aprender un nuevo idioma e intentar encontrar empleo a marchas forzadas. Para no acabar en la calle o sin papeles.
Así lo describe la responsable de Cruz Roja: «Son personas que huyen para salvar sus vidas y las de sus hijos, gente que escapa de la persecución y violaciones de derechos… Lo dejan todo atrás. Al llegar a España están solas y sin redes sociales de apoyo».
Pero hay más: «Su salud está mermada en la mayoría de casos. Muchos no saben comunicarse, no conocen nuestro sistema y no tienen medios para satisfacer sus necesidades más básicas. No pueden vivir de forma autónoma», desgrana Romero.
Otro de los baches que ahora puede convertirse en un serio problema es la falta de plazas para acoger a refugiados. «Ahora mismo todas las de la Comunitat estaban ocupadas. Para poder atender al volumen de personas que van a llegar de Ucrania hace falta ampliar. Y en ello estamos trabajando con el Gobierno y la Generalitat».
Por suerte, la solidaridad no falta entre los valencianos. La Federación de Familias Numerosas de la Comunitat (FANUCOVA) ha ofrecido a la Administración su colaboración para acoger a refugiados ucranianos a través de las cinco asociaciones que la integran. Según su presidenta, María Ángeles Fabrí, «no podemos mirar hacia otro lado ante la gran cantidad de niños y niñas que están dejando sus hogares, sus colegios, a veces solos, otras acompañados por madres y abuelas».
En el futuro de los refugiados influye mucho que se les conceda o no la protección que demandan. «Si quedan en situación irregular ya es mucho más complicado obtener permiso de residencia y trabajo», destacan desde Cruz Roja. Pero también de los vaivenes del mercado laboral en España, ya de por sí muy tocado tras la pandemia. Y en un peligroso contexto de encarecimiento de precios por la guerra.
Moses Von Kallon
«Muchos de los que vinimos en el Aquarius aún no tenemos asilo»
La vida de Moses Von Kallon ha estado plagada de dificultades. Nació en Sierra Leona hace 28 años. Allí estudió para ser economista, pero los conflictos en su país le empujaron a una huida hasta las turbulentas aguas frente a la costa libia. Naufragó con su patera, pero le rescató el barco Aquarius. Hoy sigue esperando que España le rescate del mar de la incertidumbre, del temor a verse sin papeles.
Desde que llegó a Valencia su prioridad fue trabajar para mantenerse. Ha encadenado empleos temporales en el campo, la construcción, el automóvil, una empresa cárnica de Ribarroja... Y ahora, en Mercavalencia. «Las ayudas que recibimos en su día ya se han acabado. Voy tirando de trabajos temporales y vivo en una habitación de un piso con otras tres personas», resume.
Agotado el tiempo de acogida, el joven africano sigue sin la anhelada tranquilidad que le daría el estatuto de refugiado. Y eso que han pasado ya casi cuatro años desde aquel sonado desembarco masivo de los 629 rescatados en el puerto de Valencia.
Él está al frente de la Asociación Aquarius Supervivientes. Y en una entrevista a este diario a finales de 2020 ya se planteaba: «Si el presidente Sánchez nos invitó a venir, que nos proteja». Ante las escasas concesiones de protección, confesaba, «vivimos con miedo a acabar sin papeles. Hay personas que están trabajando, pagando alquiler... Y si pierden la tarjeta roja es la ruina». Se refería al documento que provisionalmente les permite trabajar y residir en España a la espera de que se resuelva su petición. Si se les deniega el asilo, la pierden y entran en situación irregular. «Muchos de los que vinimos en el Aquarius aún no tenemos la protección definitiva», asegura. Pero no maneja cifras exactas.
Consultamos al Ministerio del Interior cómo andan las resoluciones y no hay respuesta. La última cuantificación del Gobierno, a consultas de este diario, fue en noviembre de 2020. Por esas fechas, de los 629 inmigrantes que desembarcaron en Valencia en junio de 2018, 78 decidieron tramitar su solicitud de asilo en Francia. Finalmente se trasladó al país vecino un amplio grupo, la mayoría de Sudán. De los 551 restantes, 374 formalizaron su solicitud de protección internacional en nuestro país. De todas ellas, nueve habían sido archivadas y a 49 inmigrantes se les había denegado. Únicamente se habían concedido nueve reconocimientos del estatuto de refugiado.
Dana
«Estaba en peligro en mi país por defender a la mujer y ser cristiana»
Dana es un nombre para proteger su identidad. Ella, de 31 años, la mayor de dos hermanos, todavía teme por su familia en Irán. Forma parte de los programas de empleo para personas refugiadas de Cruz Roja en Valencia y conoce de primera mano lo que es vivir con miedo miedo: «En mi país estaba en serio peligro por ser cristiana y defender los derechos las mujeres», destaca.
Cargada únicamente con su fe y una mochila, decidió huir con dolor en 2019. Así resume sus motivos: «Estaba trabajando con niños y sus familias. Hacía actividades feministas y eso allí no es legal».
Otras amigas con ideas similares a las de Dana y sus madres «acabaron en la cárcel». Todo se precipitó cuando, estando ella de viaje, policías se presentaron en su casa «y confiscaron mi ordenador, mis libros, todo...». Se vio en una encrucijada: «O me marchaba o acababa en la cárcel. O mucho peor, muerta por haber cambiado mi religión».
Dana deambuló por Europa y Asia. Turquía, Armenia, Singapur... «Aún tengo pesadillas de esos días en los que no sabía qué hacer ni dónde ir», confiesa. Finalmente, y por amistad con una amiga, recaló en Ibiza. El año pasado se estableció en Valencia. Y aquí sigue luchando por su futuro.
Hoy es una solicitante de asilo en espera de que el Gobierno decida sobre su caso. Posee una excelente formación en diseño gráfico y de moda. También estudios en Piscología Infantil, pues adora a los niños. Pero hasta ahora ha tenido que subsistir gracias a cortos empleos en la hostelería. Con la ayuda de Cruz Roja, busca empleo en Valencia. También ha encontrado en la organización el apoyo jurídico y psicológico que cualquier persona necesitaría en su situación.
La joven refugiada iraní habita en un piso compartido junto a otras dos mujeres. También auspiciado por la organización humanitaria. «Encontrar trabajo es una nueva lucha. Me he pasado 20 años estudiando y trabajando en mi país, pero siendo refugiado todo se complica. Todo. Es empezar de cero en todo», insiste.
A pesar de tantos baches y dificultades, de la dolorosa distancia con sus padres, la iraní alumbra sueños de futuro: «Ójala pudiera trabajar con los niños. He ejercido como profesora de arte. Además, ahora que hago cursos de hostelería tengo muchas ideas para formar en cocina a los más pequeños...».
El trabajo. Esa otra frontera que tantos refugiados deben alcanzar para cerrar el círculo de sus vidas partidas. La llave para seguir cuando el colchón estatal o humanitario ya se extingue. «Mi gran sueño es crear una escuela para los niños que no tienen familia, pero lo primero es aprender el idioma y encontrar un empleo».
Otro yugo de cualquier refugiado es el temor por los que quedan atrás. «Yo sigo temiendo que el gobierno de mi país haga daño a mi madre. Eso sigue ahí».
Akbar Jodadad
«Huí con lo puesto, unas botas y una botella, por si había que correr»
El afgano Akbar Jodadad es de esos pocos que ha logrado el estatuto de refugiado. En ese punto, respira tranquilo. Pero sigue peleando entre papeles por intentar que se reconozca como española a su hija de tres años nacida en nuestro país, y a su mujer, a la que logró traer para la reagrupación familiar.
Tiene 40 años y es hijo de un obrero y una ama de casa afganos. En su familia son nueve hermanos y él lleva 14 viviendo en Valencia. Hoy sigue viendo con tristeza, en la distancia, cómo su país «se desmorona otra vez por culpa de los talibanes», sin que la misión militar internacional en Afganistán haya logrado paz y seguridad.
Desde su casa en Torrent rememora el pasado con la paz que da ver crecer a su pequeña lejos de bombas y ametralladoras. «Mi país está en guerra desde que nací. Decidí que había que viajar. Salir. Yo quería un futuro y en Afganistán era imposible. Viajé por Irán, Turquía, Grecia...». El trayecto fue «muy peligroso». Él iba «con lo puesto, la ropa y una botella, ligero de carga por si había que correr o nos disparaban», como les sucedió a algunos de los que emprendieron su ruta.
Según describe, «llegué a Valencia por casualidad, tras subirme a un camión en Grecia y acabar en Italia. Allí, un iraní me mostró que pese a tener pasaporte estaba durmiendo en la calle y me aconsejó marcharme a otro país». Recaló en Francia tres meses y al final optó por España. «Me aconsejaron que aquí me denegaban el asilo podría tener alguna oportunidad de quedarme por arraigo».
Akbar compara ser un desplazado con «estar ciego», pues «al principio estás solo, no tienes a nadie, no conoces el idioma, no sabes cómo moverte en un lugar nuevo...». Hoy es transportista de reparto y tiene cierta estabilidad, pero asegura que encontrar empleo fue «muy duro y complicado».
Se dio de bruces con la crisis, pasó siete meses en el centro de refugiados de Mislata, vivió estrecheces en «pisos con diez personas, sin dinero y sin papeles». La ayuda habitacional del Gobierno «duró ocho meses». A partir de ahí «a la calle y a buscarse la vida». En su caso tuvieron que pasar dos años y medio entre que solicitó el refugio y finalmente se lo concedieron. Hoy siente «dolor por los ucranianos, por mi país, por las guerras».
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