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El club de los malditos

ANTONIO BADILLO

Jueves, 10 de octubre 2019, 08:59

Sólo pervive de la época una foto amarillenta, hecha hace quince años pero ajada como si tuviera cien. Cuantos aparecen en ella quedaron malditos, saldo de un tiempo donde era más importante ganar que jugar. Al final aquel Monopoly a todo trapo también tenía reglas y hasta a quien manejaba la banca podía una mala tirada enviarlo a la cárcel, desplumado y ya sin cartas de indulto en la Caja de Comunidad. El último peón que sale del tablero es el de Juan Soler. Si un alienígena descarriado se diera un garbeo por estos pagos no lo creería. El hombre al que dos sentencias recurribles asoman al presidio, la ulterior por un intento de secuestro propio del vodevil antes que del cine negro, era hace nada uno de los tipos más poderosos de esta ciudad. Si aguzamos el oído aún percibiremos los pasos del séquito de aduladores que lo perseguían, a él o a su influyente esposa, siempre serviles para atrapar una primicia, cuando no un trato de favor o un pase exprés hacia el Valencia. Algunos lo lograron y a otros el ocaso los dejó colgados en la bandeja de salida. No sorprende en tal contexto el aura de suficiencia que envolvía al hombre del momento, agigantada en aquel comedorcito reservado de su restaurante fetiche de Ruzafa; el confesionario donde, próximo en el trato y prolijo en el embuste si las circunstancias lo requerían, se acogía a sagrado con sus «te cuento esto si no lo publicas». Ya maduraba entonces un odio inexorable entre él y quien acabaría siendo su némesis. Convencido de que en el floreciente imperio de la construcción jamás se pondría el sol, no vio venir nada de esto. La vida, como la luna, tiene un cuarto creciente y otro menguante, y lo sensato mientras disfrutas del primero es pertrecharte para cuando asome el segundo. Que tu invierno no te sorprenda con ropa de entretiempo. Sobre todo éste, que se presenta particularmente crudo.

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