Los más curtidos en materia de doctrina callejera aseguraban que, al día siguiente, para aliviar la resaca, el mejor remedio consistía en beberse unas cervezas. La evidencia científica de estos chamanes de bar de moscas se resumía en una conclusión de pura charlatanería: «Si le metes otra vez alcohol al cuerpo, este se reequilibra y entonces mengua como por un milagro el insoportable dolor de cabeza». Veía a esos tipos tan machos rematarse pimplando birras a la mañana siguiente y me entraban escalofríos y ganas de vomitar, no necesariamente por ese orden. «Ahora ya me siento mejor», apostillaban. Ya te digo.
Con el tiempo conocí a verdaderos galenos que confirmaron mi pálpito. Ese método representaba la cochambre del lado de la gramática parda basada en las paparruchas que arraigan con inusitada fortaleza en nuestra sociedad. Para la resaca, todos lo certificaban, lo mejor era beber mucha agua y descansar. Pero los nuevos tiempos exigen nuevas sanaciones y por eso se ha puesto de moda el 'kit anti-resaca'. Alertan los que entienden de medicamentos acerca de estos parches, indicando que acaso sea peor el remedio que la enfermedad y que no conviene jugar con fuego. Cuando sufría resacas tras el aquelarre de nochevieja procuraba mantenerme quieto, no tanto por mera prudencia, sino por una especie de tormento que nacía de mi educación católica, de mi entorno judeocristiano. Había pecado, desde luego, por lo tanto aceptaba la inevitable resaca como una suerte de imprescindible penitencia. Si había disfrutado de las barras más o menos libres hasta altas horas debía de asumir las consecuencias apechugando con la resaca. Si tajabas brioso lo mínimo era soportar el dolor con discreción. De todas formas, a partir de ciertas edades, andar resacoso a principios de año segrega una vulgaridad aplastante.