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Urgente Mueren una mujer y un hombre en Asturias arrastrados por el oleaje

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De todas las versiones cívicas de actos religiosos que han surgido en los últimos años, la que más me conmueve es el altar cívico. Los otros -el bautismo o la primera comunión civil- me parecen impropios en su formulación. Se le puede dar la bienvenida al recién nacido en un acto social sin necesidad de llamarlo ‘bautismo’ y lo mismo sucede con la entrada del niño en la adolescencia. En cambio, hablar de ‘altar’ cuando se produce un atentado como el de Barcelona, y la calle se llena de flores, velas y recuerdos, parece apropiado por el sentido de ‘lugar del sacrificio’.

Es curioso que una sociedad desacralizada como la nuestra necesite ese punto de referencia y se inquiete tanto cuando -como está sucediendo en Barcelona- las autoridades deciden retirar los objetos de la vía pública para normalizar la vida ciudadana. Los barceloneses se quejan porque sienten que les arrebatan un lugar ‘sagrado’ pero el ayuntamiento dice que todo será catalogado por parte del Museo de Historia y el Archivo Municipal para que quede constancia de lo que sucedió y de la reacción ciudadana y que, en su lugar, se levantará un memorial en recuerdo de las víctimas. El altar cívico es la prueba de que los seres humanos necesitamos una mirada que nos conecte más allá de la muerte. En el fondo de un comportamiento ancestral del que tal vez no seamos conscientes. No es una entrega a los dioses pero sí una esperanza de que queda algo de quienes se fueron y necesitamos hacerlo patente. Tiene mucho de social, de manifestación del dolor colectivo y de grito de solidaridad pero cuando dejamos un peluche y un mensaje de cariño hacia los niños asesinados en las Ramblas revelamos nuestro deseo de que su alma perdure y sepa de nuestro dolor. No serán altares ni ritos religiosos pero muestran un anhelo de eternidad.

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