¡No queremos más turistas!
Amsterdam no desea ser Venecia, donde los viajeros han expulsado a los vecinos, que no pueden pagarse ni un café ni los altos alquileres. Como Barcelona, Berlin, Lisboa...
JULIA FERNÁNDEZ
Sábado, 30 de abril 2016, 21:49
Las bicicletas se hicieron para el verano y para Ámsterdam. La ciudad de los canales no se entiende sin este medio de transporte que sus vecinos usan haga sol, llueva o nieve. La cultura ciclista de los 'amsterdamer' es uno de sus reclamos, como los 'coffee shop', esos bares donde está permitida la venta y el consumo de marihuana y hachís. La verdad es que la capital holandesa goza de muy buen salud turística: el año pasado recibió a 17 millones de visitantes y se cree que en 2030 llegará a los 30. Pero ya hay quien ve en esto un fenómeno preocupante para una ciudad de 800.000 habitantes.
Los primeros en dar la voz de alarma han sido los socialdemócratas, ahora en la oposición. Han pedido que se estudie el fenómeno porque los turistas, además de dinero, dejan problemas. Entre sus propuestas está prohibir que los autobuses turísticos paren en el centro y limitar el número de festivales. «No queremos que Ámsterdam se convierta en Venecia», donde los viajeros han expulsado a los residentes, que no pueden pagar ni el café ni el alquiler. O en Florencia, donde «se concentran en cuatro calles, desde el Puente Vecchio hasta San Lorenzo, y ni siquiera pernoctan. Ello provoca que los florentinos salgan de allí», explica Ginesa Martínez del Vas, vicedecana de Turismo de la UCAM de Murcia.
Martínez del Vas no cree que el turismo sea ahora más invasivo que antes: «Simplemente viaja más gente». Por eso, apuesta «por definir muy bien el modelo. Para ello, hay que hacerse preguntas. Si Ámsterdam quiere ser una ciudad de negocios tiene que plantearse si este turismo viene en líneas aéreas de bajo coste, qué repercusión económica tiene, como trata o maltrata a la ciudad... Y analizar la saturación de espacios concretos».
En Palma de Mallorca, los vecinos de La Seu, el barrio de la catedral, están muy pendientes del puerto para saber qué día les espera. El pulso de la vida diaria lo marca la agenda de los cruceristas, que apenas están unas horas. «Atracan dos veces a la semana. Bajan del barco y el 90% viene al barrio. Se acumulan en cinco intersecciones», describe Luis Clar, presidente de la asociación de vecinos. No hay quien pase entre la horda de extranjeros que se dan codazos por retratar el templo, el palacio de La Almudaina, el Parlamento... Y es mucho peor a la salida del museo de la catedral: «En tres metros se amontonan cientos de personas que esperan a los que están dentro todavía».
Pero no es lo único que sufren en La Seu. En la calle Palau, dejan sus mensajes de amor con corazones pintados «y grabados» en los edificios protegidos. Lo que empezó como una gamberrada se está convirtiendo en costumbre y algún guía cuenta a su rebaño que es «la calle del amor». Aparcar también es misión imposible después de que el Ayuntamiento suprimiese en febrero «26 plazas de parking» al lado de la catedral. «Ahora las usan los 'taxitour'», un servicio para turistas. «No nos dan soluciones viables», reclaman los residentes. Así, normal que la tensión vaya en aumento. Hace unos días aparecieron pintadas en contra de los viajeros: «Go home», «Tourist, you are the terrorist»... Y allí siguen porque los vecinos piden al Consistorio que las limpie y éste responde que antes debe tener el permiso de Patrimonio.
«El turismo no tiene nada de malo. Es bueno para la economía. Sin embargo, las autoridades deben estar preparadas para gestionar lo que conlleva recibir a grandes masas de visitantes, desde la recogida de basuras hasta la regulación del ruido nocturno», interviene Isabel Sá da Bandeira desde Lisboa. Es la presidenta de la asociación Aqui Mora Gente (Aquí vive gente). Exige una mejor administración de este fenómeno en la capital lusa, que el año pasado fue el segundo destino de Portugal en el que más crecieron las pernoctaciones, un 15%.
Este momento dulce también provoca recelos: «En parte responde a la moda y en parte a los problemas que afectan al norte de África y Oriente Medio, pero no sabemos cuánto durará. Hay que buscar otras actividades empresariales porque si la burbuja estalla ¿con qué nos vamos a quedar? ¿Con hoteles y restaurantes vacíos?», reflexiona Lucy Pepper, artista y columnista anglosajona afincada en la capital lusa desde 1999. Por eso, tampoco ha gustado mucho a los vecinos que se reactive el tranvía 24 solo para turistas. Esta línea, que unía Campolide con Carmo, se interrumpió en 1995 con promesa de volver a ponerla en marcha. Y se ha hecho, pero a un precio solo apto para foráneos: 6 euros el viaje, más del doble que el billete normal.
Guerra al 'trolley' en Berlín
¿Es el turismo contraproducente? En Hong Kong, los comerciantes hacían su agosto a principios de octubre. Le llamaban la Semana de Oro porque muchos vecinos del otro lado de la frontera aprovechaban las vacaciones por el Día Nacional de China para desplazarse al territorio autónomo y comprar de todo. Desde 2012, los hongkoneses se quejan de que esto ha provocado un desmadre de precios y calles intransitables. China, para apaciguar los ánimos, ha reducido los permisos de viaje en el último año.
«No hay turismo contraproducente. Como cualquier otro fenómeno social, genera conflictos. Lo que es contraproducente es negar la existencia de estos y concentrarse solo en los beneficios, que son muchos», advierte María Velasco, profesora de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense y experta en política turística. Para ella, poner límite a la llegada de viajeros no es una solución: «La movilidad global es imparable. Lo que hay que hacer es reflexionar sobre qué efectos tendrá en nuestras vidas, sociedades, ciudades...».
Berlín tampoco quiere morir de éxito. En cinco años, las pernoctaciones han aumentado en 10 millones. Sus dos aeropuertos, Berlín Schönefeld y Berlín Tegel, están al límite de su capacidad. Y las autoridades andan preocupadas por el fenómeno de los turistas 'easyjet', los que llegan para estar tres o cuatro días y gastarse lo mínimo. Por eso, en mayo regularon de forma más restrictiva los apartamentos turísticos: la web Airbnb, con 2.000.000 de propiedades en 192 países, avisó a sus usuarios de que necesitaban un nuevo permiso. Es lo mismo que intenta hacer en Barcelona Ada Colau, que ha suspendido la concesión de licencias turísticas un año ante las protestas de los vecinos, cansados del turismo guiri de borrachera. En el barrio berlinés de Kreuzberg, su alcaldesa, Monika Herrman, también ha pedido prohibir las maletas con ruedas porque «no dejan dormir a los vecinos».
No ha llegado la sangre al río, pero la agencia oficial de turismo ha reorientado su política: venden la ciudad a los congresistas. Con cierto éxito: en 2014 celebró 193 encuentros y acogió un 2% más de participantes. «Los planes estratégicos públicos son importantes, pero a menudo se centran en la demanda, en el perfil que se quiere atraer», apunta Albert Saló, responsable de investigación y másters en la Escuela de Turismo y Dirección Hotelera de la Universidad Autónoma de Barcelona. Él apuesta por mira hacia «el lado de la oferta» para «condicionar» el mercado turístico: «El tipo de alojamiento disponible y los servicios turísticos influyen en el perfil de los que llegan».
¿Hay algún modelo para imitar?
Aquellos destinos que son capaces de repatir su demanda a lo largo del año pueden conseguir mejores resultados en términos de sostenibilidad.