El papel del Rey
Frente a posiciones maximalistas que gritan lo que legalmente no es exigible a la Corona, Don Felipe no es responsable de los desvaríos de otros
Al hilo de la posible aprobación parlamentaria de una ley de amnistía, que saldara todas las responsabilidades civiles y penales de quienes participaron en las ... algaradas del llamado 'procés', no pocas voces procedentes de los ámbitos jurídicos y sociales más variados se han pronunciado barruntando la hipotética inconstitucionalidad de esa norma, e incluso la hemeroteca nos muestra cómo varios integrantes del actual Gobierno, empezando por su Presidente, se han pronunciado reiteradamente en contra de una medida de tal calado.
Algunas voces, sobre todo en manifestaciones callejeras, plantean la posibilidad de que el Rey no sancionara esta norma legal, lo cual en nuestro ordenamiento constitucional no tiene encaje alguno. Efectivamente, el artículo 62 a) de nuestra Constitución establece que le corresponde al Rey sancionar y promulgar las leyes, así como expedir los decretos acordados en el Consejo de Ministros, (apartado f de mismo artículo), pero, por la propia redacción del precepto, nos hallamos ante un acto no potestativo, sino obligado por nuestro ordenamiento y, por ello mismo, la propia Constitución exonera al Monarca de cualquier responsabilidad sobre la constitucionalidad o legalidad de la norma sancionada, sino que tal responsabilidad se atribuye a la autoridad que refrende los actos regios (artículo 64 CE), y en el caso de una ley de esta naturaleza cualquier responsabilidad política o de otra índole afectaría al Presidente del Gobierno que es quien debe refrendar tal norma.
En Derecho comparado no siempre ocurre así, porque diversas constituciones atribuyen al Jefe del Estado una cierta competencia de valoración previa de la disposición a sancionar de suerte que la sanción puede negarse o retrasarse. Así, la vigente Constitución francesa (artículo 10) permite al Presidente de la República suspender la sanción de la norma y requerir al Parlamento un nuevo debate sobre la misma. Regulación semejante la encontramos en la actual Constitución italiana, cuyo artículo 74 permite al Presidente de la República frenar la sanción y promulgación de las leyes y, mediante mensaje motivado, solicitar a las Cámaras una nueva deliberación. En ambos casos, el Jefe del Estado tendría una posibilidad de emitir un juicio sobre la idoneidad jurídica de lo que se va a sancionar, aunque si el Parlamento tras un nuevo debate mantiene la aprobación de la medida legislativa, ésta deberá ser sancionada y promulgada. También la Constitución de Estado Unidos prevé un derecho de veto razonado del Presidente antes de proceder a la sanción.
Como caso curioso, cabe recordar que el Rey Balduino de los belgas no quiso sancionar por razones de conciencia y creencias religiosas, la ley que permitía el aborto en Bélgica, de modo que, con amparo en lo establecido en la norma constitucional belga, el Parlamento declaró la incapacidad por enfermedad del Monarca durante unos días, de modo que la sanción de la ley correspondió al Jefe del Gobierno, volviendo el Rey Balduino a sus funciones tras ello.
Pero, dicho lo que antecede, nuestro ordenamiento constitucional no atribuye al Monarca ninguna potestad diferente de la que se contiene en su propio texto, que es taxativo.
Sin embargo, desde ciertos ámbitos se arguye como opinión contraria el comportamiento de D. Juan Carlos I con ocasión del golpe de estado fallido de 23 de febrero de 1981, momento en el que el Jefe del Estado confirió a la junta de Secretarios de Estado y Subsecretarios las atribuciones y funciones de ministros y Consejo de Ministros, mientras que el propio Rey dictaba directamente órdenes a los Capitanes generales y jefes de las fuerzas armadas, superando con creces los márgenes de potestad dispuestos en la Constitución. Ello no obstante, ante aquel comportamiento excepcional, la doctrina ha justificado la actuación regia en base a lo dispuesto en el artículo artículo 56 de nuestra ley magna ( «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones»), de modo que, ante la situación excepcional que se vivía, la actuación del Jefe del Estado, Don Juan Carlos, no se atenía tanto a la letra de la Constitución, sino al espíritu de la misma, y ninguna fuerza política puso en cuestión su comportamiento.
La asimilación que algunos sectores hacen del momento presente con aquellos días, pretendiendo una actuación regia parecida, no se sostiene en absoluto puesto que en 1981 el Gobierno estaba cautivo junto con el Parlamento, lo cual imposibilitaba el normal funcionamiento de las instituciones, lo que avalaba una exégesis extensiva de las atribuciones reales, mientras que en el momento presente, por más que parezca a un buen sector de la opinión pública que la posible legislación de amnistía es ignominiosa o inconstitucional, que el comportamiento del Gobierno es deleznable y sus pactos con los disolventes del Estado rechazables, y que se está llevando a la Nación a una tensión sin precedente, siendo todo ello así, nadie podrá discutir que las leyes que se aprueben lo son por un Parlamento legítimo, que el Gobierno que surja de la legislatura es un ejecutivo legalmente constituido, etc.
Y, como conclusión, frente a ciertas posiciones maximalistas que gritan en la calle lo que legalmente no es exigible a la Corona, hemos de concluir que Don Felipe no es responsable de los desvaríos de otros, con la ley en la mano. O sea, que si se da la fementida ley de amnistía u otras normas que ahoguen el sentido común o el pudor, el autor no se llama Felipe, sino Pedro.
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