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Durante estos días se habla mucho de la Sala de las Lágrimas donde el Papa se viste como tal y se encuentra ya a solas ... con su misión. Nos encantan las explicaciones poéticas del nombre de esa pequeña sala bajo los frescos de Miguel Ángel en la Sixtina, y de la épica que le impone al rol de Papa. Sin embargo, es muy posible que algún Papa no haya llorado allí sino en otros lugares. Quizás a solas. Quizás en un momento inesperado cuando caen las defensas después de tanta tensión. O cuando se reencuentra con sus familiares y personas de confianza.
Cuando León XIV salió al Balcón de las Bendiciones se le vio sonriendo con timidez, tragando saliva y mirando en un momento dado hacia arriba con los ojos algo vidriosos. Creo que eso fue lo que más me llegó al corazón antes de que comenzara a hablar, ese segundo en el que se le vió humano, vulnerable, impresionado y emocionado por la situación. Quiero un Papa que llore. Si Cristo lo hizo al saber que su amigo Lázaro había muerto, qué habrá de malo en ver a un Papa llorar.
Mis demandas parecen algo contradictorias. Me gusta ver al Papa frágil en lo humano pero crecido en su misión; vulnerable en su persona, pero firme en su tarea. Por eso me alegró verle con los signos externos de su dignidad y de su autoridad: la muceta, la estola o la cruz dorada. Es el modo de representar a la institución que encarna, no a la persona que hay detrás. La persona es limitada, pecadora y cuestionable. La persona se emociona y hasta deja caer una lágrima. La misión, en cambio, es sagrada, elevada y respaldada por la fuerza del Espíritu. Imbatible y firme, sin dejarse vencer por el impacto emocional de la situación. Esa es la dureza de su papel, la cruz con la que algunos representan lo que significa ser elegido.
León XIV parece muy seguro de lo que dice y de lo que cree, como debe ser el pastor que tiene que conducir a las ovejas. Debe saber por dónde y cómo andar sin cambiar de rumbo a cada paso. Lo vimos cuando empezó a leer su texto, preparado, para asegurarse de decir lo que quería transmitir en ese momento. Es señal de que se trata de alguien que no deja nada al albur de la situación, que controla los detalles. Pero eso no impide que interiormente se sienta pequeño e incapaz, que necesite consultar, meditar y enmendarse incluso si es necesario. Es con lo que lidian los santos si hacemos caso a San Pablo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta«. Esa sensación de debilidad y pecado que se transforma al ponerse en manos del que asigna la tarea, muy superior a las fuerzas del elegido.
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