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La primera experiencia que tuve con la resurrección fue con el fallecimiento del Papa Juan Pablo I. Me interesó antes el ascenso a los cielos ... que la propia muerte. Me quedaban pocos días para cumplir cinco años, acababa de volver de las vacaciones de verano y recuerdo que me pase la tarde en el balcón de mi casa -un séptimo con vistas- esperando que el sucesor de Pedro subiera a las alturas como un Sputnik coronado con mitra. Después vino Juan Pablo II, al que fui a ver al Paseo de la Alameda en 1982 como miles de valencianos. En el periódico, en el pasillo enfrente de la máquina de cafés, hay colgada una foto de Wojtyla rezando a los pies de una imagen de la Virgen de los Desamparados. De aquella fecha, lo que más recuerdo es el escenario de hierro y lonas verdes que nunca me pareció a la altura del Santo Padre, ya que pensaba que en otras ciudades españolas hubo estrados más divinos. Todos, grandes y pequeños, ondeamos con fervor la banderita vaticana con el Totus Tuus durante aquel día tan especial. Con Juan Pablo II crecí, pasé la adolescencia y me hice mayor. Un tránsito que me hizo menos católico y más cristiano, porque había modos, modales y formas de enseñanza católica que nunca asocié con hacer el bien. La hostia que te administraba el padre Puig en el comedor del colegio si tirabas la jarra del agua tenía más efecto que la oblea de la primera comunión, algo que nunca debió ser así. La edad te hace ver las cosas de otra manera. El tránsito de Benedicto XVI me puso muy de perfil respecto a la Iglesia y la llegada de Bergoglio como Francisco provocó que me volviera a interesar desde la facilidad, desde la normalidad que es hacer el bien cada día, con tus errores, pecados y sin pensar que hay un billete de ida al infierno para todos aquellos que no comulgan con la Palabra de Dios. El Papa Francisco ha hecho ver, como no puede ser de otra manera, que caben en el Paraíso todos aquellos que los más rancios de la Iglesia -los 'intrusos', como los definió en una conversación con una joven no binaria- expulsan del Reino de los Cielos. El argentino, durante los 13 años de su papado, ha hecho ver que otra Iglesia es posible, alejada de unos mandamientos que sólo llevan a perder la Fe, porque a veces la bondad está más cerca de la maldad y Bergoglio ha logrado hacer fácil lo más difícil: que la Iglesia sea normal. Si de la fumata blanca que salga del Cónclave la apuesta es dar dos pasos hacia atrás, la Iglesia perderá todo lo ganado, que es mucho, en la última década. La Palabra de Dios será más firme y duradera si el camino de Francisco tiene más kilómetros por delante, en un tiempo de guerras y catástrofes en el que la Fe es uno de los pocos clavos a los que agarrarse, en un tiempo en el que hay que saltarse las normas y los protocolos, como hizo sor Geneviève Jeanningros, para despedir al amigo y buscar la línea más recta para lograr la paz y buscar la verdad.
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