Las copas de Jancis
Sin esnobismos no llegaríamos a ninguna parte, pero a veces los esnobismos pueden llevarnos demasiado lejos. Pongamos las copas de vino, hasta ahora con algo de monopolio austro-alemán: Riedel -sobre todo-, Spiegelau y Schott. De algún modo, Riedel logró convencernos de que la uva georgiana Saperavi merecía tener su propia copa y saca y vuelve a sacar nuevas series, todas carísimas, para, imagino, que los restaurantes sorprendan en el más difícil todavía que espera alguna clientela. Tras Riedel descubrimos -mayor sencillez, igual cristal- Zalto o Gabriel Glas, y luego han llegado, para los Berlusconis del mundo, las Sensory de Conterno. Bolívar se quejaba de arar en el mar, pero hay otro propósito humano más descorazonador y más frustrante: lavar a mano, en casa, las Zalto Borgoña. Ya puedes calentar agua de glaciar a 92 grados o contratar a los orfebres de Rolex para pasarles el paño: nunca tendrán ese resplandor profidén –«¡la transparencia, Dios, la transparencia!»- que tienen en los anuncios o en los restaurantes. De todos modos, sí hay algo más descorazonador que lavarlas: el amigo -que nunca falla- que las rompe. O el momento -que llega siempre- en que se te resbalan.
¿Qué hacer ante estas sofisticadas angustias? Siempre un ángel nos rescata, en esta ocasión las copas de la crítica Jancis Robinson y el diseñador Richard Brendon. Confieso haber tenido un escepticismo preventivo: qué podían añadir, tampoco parecen tan gran cosa, etc. Pero tienen un tacto y un peso por el que ya resulta claro que están diseñados para seres humanos y no para serafines, y basta una mirada para saber que, salvo ese doble mágnum de Musigny del 89 que no tiene nadie, ahí se puede beber de todo: el espumoso y el oporto, el albariño y el rioja y el último grito en vino natural. Son, en definitiva, un invento notable, de una utilidad que no nos cansaremos de agradecer y con un precio que, sin abandonar el terreno del hurto menor, al menos no es un atraco a mano armada. Le pega que haya estado detrás de ellas Jancis Robinson, que lleva años enseñando a los británicos cómo ahorrar unas librillas con el vino del asado del domingo. Una mujer que lleva escrito en el gesto la expresión «a mí no me dan gato por liebre».