El 92 y la buena vida
En la EMT. Antes de internarse en la Valencia colonizada por las franquicias, cruza la fachada marítima en su doble militancia: la febril y la anémica
Hoy cojo el bus para ir al trabajo. No es una penitencia, más bien un respiro. Dejo la vespa en el taller y barajo trayectos ... alternativos. El primero en llegar es el 92. Subo en la parada de la calle Gran Canaria, en el barrio de la Malvarrosa, a los pies de la parroquia de María Inmaculada de Vera. A primera hora, el blanco de la iglesia me recuerda a Macondo, como si yo conociera el Pantone con el que García Márquez inventó su lugar en el mundo. El 92 explica la ciudad mejor que cualquier otro autobús. Da rienda suelta a la fabricación del mito, esa inflación narrativa. Antes de internarse en la Valencia colonizada por las franquicias, el 92 cruza la fachada marítima en su doble militancia: la febril y la anémica. La playa es un Guadiana que serpentea entre palmeras y casas bajas que pronto serán ocupadas por los hijos del demonio. El trayecto es un trajín meridional surcado por arrugas de cemento y hormigón. La mañana alimenta la idea de ciudad portuaria y marinera sujeta a la fabulación de las sirenas que gestionan los sueños de las adolescentes en shorts y sus novios los surferos.
Nadie lee libros en el 92. ¿Para qué leer si la vida ya está en otros temblores más adictivos y procaces? Aquí todo es cháchara y sudor, deseo y frustración, malla y licra de mercadillos ambulantes. Por minutos, la carne se confunde con la mugre. Yo busco por la ventana una explicación a la ciudad inacabada. Me gusta intuir puentes entre barrios, relatos que interpretan lo que pasa inadvertido, todos esos huecos de maleza que acechan entre solares y casas abandonadas. Las ruinas de la cornisa marinera tienen un plus artístico, una decadencia sensual y asilvestrada. Remiten al verano de la infancia, tal vez el único verano posible y veraz. Mientras, el sol acuchilla las esquinas, provoca ensoñaciones, altera las convenciones del embrutecimiento. No hay normativa que contenga tanta luz. Junto al Puerto tengo la poderosa sensación de habitar un volcán a punto de explotar. Mis sentidos buscan más de lo que pueden acotar. La finca de Casa Calabuig funciona como frontera. A su alrededor hay un abismo ferroviario, paramilitar, hijo bastardo de los suburbios que florecen con el abandono. El barrio de Cantarranas es la capital de un circuito abolido, el consulado maldito de una época dopada por las expectativas sin filtro. El diálogo entre el puerto y las ruinas que nutren el horizonte es una herida por cicatrizar.
Una película de Wenders flota en la atmósfera, sacudiendo las telarañas que redondean la trama que el desarrollismo fue tejiendo entre el puerto y su avenida. El Grao es un espejismo. Ya no huele a brea. En algunas calles, frente al viejo canódromo que nadie recuerda, arde la leña de todos los infiernos anticipados. Su combustión es el drenaje de la memoria. ¿A quién le importa? No hay memoria sin desgracia, dicen los poetas. Tu desgracia es el tablón de anuncios que dictaminó el cierre de todas las fábricas que había junto al río, en la desembocadura del río, en la apuesta segura del Turia navegable antes de que el progreso lo llenara de promesas incumplidas y dinosaurios de piel blanca. En algún despacho debe haber una maqueta de la ciudad convertida en la propia ciudad. No la encontrarás en ningún museo. Su máscara crece por asimilación de chimeneas industriales convertidas en peones imaginarios de la civilización agotada. Las canchas de tenis de la avenida Baleares plantean una alternativa lúdica al fango del lodazal. Hace falta un poema de Gil de Biedma para fijarlo en mármol.
Las pérgolas y las piscinas que bordean las alamedas son el refugio antiaéreo de la mansedumbre con ínfulas. No hay una moral que explique la competición del miedo. El juego es una imposición de las élites hacia sus lacayos. El poder monetario maneja las palabras con violencia administrativa. Ellos deciden por ti y por todos nosotros. Eso sí, siempre puedes hacerte a un lado, escribir otra ciudad, pasearte en el 92 durante algunas mañanas del mes de julio. Todo es una cuestión de preferencias, ni siquiera de manías. La ciudad de la supervivencia degeneró en la ciudad de los eventos. La impostura es la moraleja que explica el cuento y su lanza: la pobreza intentando escapar en la carroza de Cenicienta. El 92 destila esa postal con precisión quirúrgica: la periferia aniquilada es un satélite lunar de esplendor y miseria, esa fascinación tan recurrente y contradictoria. Antes de cruzar por el puente de Aragón tengo claro el diagnóstico: moriremos todos sin comprender casi nada. ¿Qué escribes? me pregunta una mujer a punto de caer en un agujero negro. Escribo lo que ni siquiera puedo argumentar. Esa es mi condena: palabrería utópica envuelta en papel de estraza, nada más. Trazo líneas en un plano que ha crecido sin criterio, contra la cartografía eficaz y humana de la amabilidad, la modestia y el buen gusto. Escribo el legado de la fragilidad en la ciudad de la luz y el caos. Un sueño antiguo hilvana tensiones por resolver entre la llanura y su falta de amplitud de miras. No te puedes elevar para ver el mar y eso dificulta la profundidad del relato. Quizás sea una virtud, pero da igual. Es una evidencia de la geografía. A nadie le importa demasiado si la ciudad es fluvial o neurótica, perezosa o combativa, poema épico o novela costumbrista, de Blasco Ibáñez o de Teodoro Llorente. No ver el mar desde la calle de las Barcas provoca que la imaginación fabule a favor de corriente, lo invente entre callejones, lo cuestione en los debates sobre la necesidad o no de vivir contra su influjo o hacia su hegemonía hiperbólica. La mujer se pone los cascos para no escucharme. Hace bien, debo parecerle un charlatán. Antes, cruzar puentes era una actividad filosófica, ahora es un mero trámite que pasa desapercibido. El tráfico manda, define la ciudad frente a los límites que la dibujan.
¿Quién recuerda la ciudad sin tráfico? Nadie. Contra eso también se postula el 92 y su lentitud. A la altura de la plaza de Cánovas veo por la ventanilla mamás angustiadas que pronto tendrán la voz ronca del Ensanche, cansadas tal vez de una vida que las obliga a la perfección y la cirugía estética, a las bodas con príncipes de Beckelar del Ensanche, a jugar en la Champions de los suegros del Ensanche, todos y todas con su instagram y su fiesta de cumpleaños con globos de helio, todas y todos en el tardeo oficial de los apellidos con guion intercalado y veraneo en calas de aguas internacionales, todas y todos contra el resentimiento de los Pijoaparte desclasados que inventan otra ciudad, otra Valencia que en absoluto es la que ellas ven en la isla tropical del mercado de Colón. No es ningún drama. Es enriquecedor que surjan discrepancias en torno al plano de una ciudad. Esa dialéctica es la literatura, un viaje al corazón de la estafa mercantil y sus secuelas éticas. También el hechizo de los ansiolíticos a la hora del desayuno transforma el paisaje. El 92 para delante del Aquarium, la catedral del vermut a este lado del Turia.
Un hombre con bronceado de galán otoñal aliña una tostada de aguacate, ese desacato. Lleva pantalones de lino. Admiro a los galanes jurásicos que lucen pantalones de lino. Nunca podré ser uno de ellos. Me falta clase, estilo, convicción. Su mujer acartonada por exceso de bótox intenta mover un músculo sin éxito. Hágame caso señora, no era necesario parecerse a Ana García Obregón. Había otras alternativas: Carmen Laforet, Ana María Matute, María Beneyto, incluso Pitita Ridruejo. La nieta aspira corazones rotos a través del móvil. Igual está en Onlyfans vendiendo su inocencia, igual es influencer, nunca se sabe. La miro con morbo delictivo y me muestra su dedo más recurrente, el dedo de la discordia. A veces olvido que ya juego en la liga de los pollaviejas, que es mejor esconderse tras las gafas de sol y hacerse pasar por muerto en vida. Un camarero financiado por la santa cofradía de la hostelería del siglo XIX sonríe al ver la escena. Amo la Gran Vía del Marqués del Turia, amo el Ensanche. Sintetiza una felicidad de orden y rentas, un equilibrio entre la sonrisa y la mueca, una fábula a medio camino entre la ternura, el cinismo bienintencionado y la arrogancia flatulenta de cierta coentor tan nuestra. Será mentira lo que escribo, pero yo también modelo mis ansias desde los prejuicios y la parodia. La ciudad necesita burgueses ilustrados para fortalecer su carácter, intérpretes de sueños más que soñadores, epifanías cotidianas que destilen algo parecido al amor propio no contaminado por el orgullo y el miedo.
Desde mi atalaya del 92 percibo el rumor del desayuno continental y el aperitivo al mediodía, esa cumbre de la civilización. Se impone cierta ligereza argumental. Por un momento intuyo la felicidad. Puedes balancearte en el brillo de una mañana soleada a punto de coger las vacaciones o en una tarde de cine con tu primera novia mientras amenaza lluvia más allá del semáforo de Europa. No hay superioridad moral en la mirada sobre la ciudad, en todo caso un sesgo irónico huérfano de ideología clásica, una narrativa de la plenitud y la aceptación. Definitivamente, amo las cosas sencillas que la ciudad ofrece: retretes limpios con escobillas de mango nacarado, aceitunas rellenas con sabor a anchoa, bollería selecta junto al café manchado de leche semidesnatada en alguna terraza con vistas a la playa de Malilla y sus acantilados. Algún día pondré en marcha el proyecto de inventar la ciudad siguiendo la estela de todos sus autobuses urbanos. Sólo necesito una primera frase y tiempo libre, ese milagro.
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