Voluntarios gallegos duermen en una nave: «Nos iremos cuando esto acabe»
Varios jóvenes viajan mil kilómetros para ayudar y se turnan desde hace un mes para vigilar el almacén donde se guardan las donaciones
Pablo tiene cara de niño y un acento gallego muy marcado. Toda la ropa que lleva es donada porque la suya ya se estropeó hace ... tiempo limpiando lodo. Y eso que llevaba protección. Enseña fotos de aquellos primeros días después de llegar de su Vigo natal, cubierto por una capa marrón. En las fotografías se ve feliz, junto a otros jóvenes. Se nota que lo ha dado todo. Pablo es voluntario, y lleva, con algunas idas y venidas, un mes en Valencia. Fue la segunda semana tras la DANA cuando, después de ver en bucle decenas de vídeos por redes sociales, decidió viajar porque «quería verlo por mí mismo, y ayudar».
En aquella ocasión estuvo dos semanas, y cuando regresó a Galicia aguantó apenas unos días. «Esa segunda vez vine en moto». Mil kilómetros para continuar ayudando. «Estando allí no podía dejar de pensar en toda la gente que había conocido, y en todo lo que todavía necesitaban». Y se quedó.
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No son ni las nueve de la mañana y ya han llegado dos trailers de ayuda humanitaria a una nave de uno de los polígonos industriales de la zona afectada por la DANA. No hay nada en el exterior que distinga este inmueble de los que lo rodean, donde todavía hay fango y, sobre todo, mucho polvo. Al levantar el portón se comienzan a notar las diferencias. Por ejemplo, el hecho de que esté lleno de palés de ropa, agua, comida, pañales y todo tipo de material que se va almacenando para después repartirlo entre los puntos de ayuda que todavía están operativos, casi un mes y medio después de la catástrofe.
Pablo se convierte en portavoz de un grupo de gallegos que se turnan para dormir en la nave para evitar que sufra algún saqueo; ya ha habido intentos de robo y, de hecho, esta noche habían dejado varios palés de botellas de agua en la puerta y se han llevado una parte.
Cuando Pablo entra en la nave se acaba de despertar Manuel, un joven de 24 años, y pide que se hable en voz baja porque hay otra persona durmiendo. Manuel es de La Estrada, un municipio de Pontevedra, y antes de llegar a Valencia estaba pluriempleado. «Hacía trabajos de mecánica por mi cuenta y era DJ por las noches». Eso fue antes de decidir viajar a Valencia y, de hecho, asegura que es el que más tiempo lleva. «Sólo tuve que regresar cuando me esguincé el tobillo. Subí y estuve durmiendo 16 horas seguidas. Cuando me desperté me puse a gestionar portes y entregas y, tres días después, cuando pude andar, me vine de nuevo».
Hace frío y humedad en la nave, pero él va con pantalón corto y descalzo. Será la sangre gallega. Se ha levantado de una cama donde hay varias mantas y no se ven sábanas. En una esquina de esa pequeña habitación separada de la nave por cuatro tabiques hay ropa aquí y allá, y en una mesa descansa una cafetera y algo de comida. Dos chicas, también gallegas, se hacen un café y charlan, antes de ponerse en marcha. Porque su labor es seguir como voluntarios en unos municipios que todavía necesitan mucho. De hecho, Pablo ayudará a un niño con una discapacidad a bajar de su casa sin ascensor, mientras el teléfono de Juanjo, convertido en uno de los coordinadores de voluntarios, no deja de recibir llamadas de teléfono y mensajes.
Pablo y Manuel no quieren irse de los municipios afectados mientras sientan que son útiles. «Nos iremos cuando esto acabe, cuando nuestra presencia ya no sea necesaria», aseguran. A Pablo le ha permitido estar aquí que actualmente estaba en paro. «He sido entrenador personal, asesor financiero, comercial y el último año fui carretillero». En su decisión de quedarse en Valencia ha influido mucho su novia, que le ha acompañado en esta aventura, junto a una amiga. Todos son gallegos. «He conocido a muy buenas personas, gente con un gran corazón, hemos creado además un grupo muy bueno de colaboradores y no me puedo marchar ahora a casa como si nada», explica.
En una de las paredes, una gran bandera de la Real Sociedad tienen un lugar preferente. Pablo lo explica. «Nos han mandado mucha ayuda, ha sido increíble». Destaca la generosidad de tanta gente que sigue enviando material, y al mismo tiempo pide que se mantenga vivo este drama, como han hecho ellos. Es cierto, cada vez hay menos voluntarios en las calles de Catarroja, Paiporta o Massanassa, tres de los municipios que, todavía hoy, siguen con barro en las calles y los parques y con personas que todavía no pueden cocinar porque no tienen electrodomésticos, muebles o ni siquiera casa.
Ahora, estos voluntarios están inmersos en la creación de una asociación para poder seguir trabajando como voluntarios en la zona. «Así tendremos la cobertura legal y que el Ayuntamiento no nos pueda decir nada», asegura Pablo, que se ha planteado incluso venirse a vivir definitivamente a Valencia.
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