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En dos años o poco más, el feminismo ha impactado finalmente como un 'big bang' en las sociedades capitalistas occidentales, o sea en aquellos países asentados conforme a los principios de la democracia liberal. El feminismo ha eclosionado como un fenómeno disruptivo, imparable, enérgico y luminoso, transversal e intergeneracional. Al fin, el feminismo es una enseña que parece incorporarse al cuerpo central de valores de una sociedad exigente; igual que en distintos tiempos fue integrando los derechos humanos, las libertades civiles e individuales, el sufragio universal, la ecología, el estado de bienestar, la libertad de empresa, la igualdad de oportunidades o la religiosidad voluntaria. Declararse hoy antifeminista carece de sentido salvo que se quiera decir que se es contrario a un feminismo determinado ciertamente muy voceado. Se comprende la percepción dual que el movimiento está experimentando, pero es inevitable y consustancial al vértigo del cambio. En su extensísima base, mujeres contemporáneas, moderadas, prácticas, sensatas, exigentes y resueltas que exigen lo que es suyo. En parte de la cúspide, una izquierda minoritaria nostálgica de tardocomunismo fracasado, huérfana de banderas que portar tras perder todas sus batallas ideológicas, que pretende hacerse con el monopolio de la representación de los derechos de la mujer. A fuerza de instrumentalizar el proceso de tránsito y sobre todo de caricaturizarlo. Y decir disparates mostrencos.

El famoso manifiesto del 8M, leído el viernes a media mañana en Lavapiés, es la evidencia de que el feminismo para una parte no pequeña de sus supuestas portadoras es tan sólo una excusa, un instrumento para mezclar churras con merinas. Para declararse anticapitalistas (¿para qué ser capitalistas pudiendo ser chavistas?), contrarias a la regulación de la inmigración o al gasto en defensa, donde se acusa de racismo, colonialismo, opresores y se reivindica abiertamente a las milicianas de la Guerra Civil como modelo cívico. En definitiva, reivindican un cosmos en el que no caben las numerosísimas españolas que no piensan conforme a esas referencias totalitarias. El problema es que a fuerza de torcer la realidad los hombres que no creen en esos dogmas son fachas y machistas y si quien disiente es una mujer, es una traidora, o una servil, o una inferior. El extravío ideológico acaba soltando las costuras más procaces. Aviso de antemano por la vulgaridad que viene a continuación, pero otra vez hemos visto cómo la síntesis de la liberación de la mujer acaba según algunas tiorras unamunianas en un lema coreado y al parecer divertido: «la talla 38 me aprieta el chocho». Esto es una anécdota pero también es real, y reitero las disculpas; sirva como ilustración de la pluralidad de sensibilidades dentro del feminismo; para algunas, la indignación última pasa por la presión genital a la que son sometidas las víctimas de la moda.

El manifiesto del 8M es la evidencia de que el feminismo para una parte no pequeña de sus portadoras es una excusa

El manifiesto del 8M no ha reparado en un derecho fundamental y natural, el derecho a la maternidad. Porque no creen en él, o les parece carca, reaccionario, subordinador o que rebaja la condición de la mujer. Y esa es la prueba del carácter excluyente y marginal de sus promotores. Y de que están fuera de la realidad. La inmensa mayoría de las mujeres quieren ser madres, porque la maternidad aparte de un hecho natural incontrovertible es seguramente la experiencia humana más intensa y trascendente. Aparte de que es una necesidad esencial evidente en toda sociedad como mecanismo de supervivencia y continuidad. Pues bien, la clave que el feminismo marxista niega es que hoy por hoy el 90% de los episodios discriminatorios que viven las mujeres tienen que ver con la conciliación entre su condición de madres y su condición de trabajadoras. Y que si se resolviera esa tensión, también se resolvería la mayor parte de los conflictos.

Pero centrarse en este punto concreto supone desmontar el tinglado de cierto feminismo antisistema. Y por eso mismo conviene abordarlo de forma prioritaria. Las españolas afrontan la maternidad a partir de los 35 años, tras una década de experiencia laboral y justo en el momento que llegan los ascensos profesionales, se quedan en desventaja durante los años más decisivos para desarrollar sus carreras y cuando vuelven a estar plenamente operativas una década después ya está todo el pescado vendido y son sus compañeros hombres los que han salido promocionados previamente. Hablando de uno mismo, en los últimos veinte años he trabajado como compañero o inmediato superior de tres mujeres con capacidades extraordinarias, que objetivamente deberían haber llegado a dirigir un periódico. De momento no ha podido ser; esa es la verdad. Incontestable. Una de ellas no lo logró por una tragedia personal irreparable, otra está en camino de conseguirlo (o quizá no, el tiempo dirá) y la tercera se apeó voluntariamente de la competición justo por la colisión que le suponía la maternidad.

La respuesta no está en lo que las empresas pueden hacer por la conciliación, no es su papel, sino que es una responsabilidad del Estado

Mis datos son estos, cada uno tendrá los suyos. Pero creo que pueden encajarse en el contexto general. La colisión entre la maternidad y la carrera profesional varía muchísimo en función de la casta a la que pertenezcas. Esa es otra verdad incómoda. Si eres funcionaria estás más protegida porque existe un sistema de meritoriaje reglado y ventajas laborales añadidas pero sobre todo porque el trabajo que una empleada pública no puede hacer un día ante un incidente familiar inesperado simplemente se queda sin hacer, o sea se repercute en el cliente/ciudadano por la vía de una ralentización del servicio público («vuelva usted mañana»). En la empresa privada, una situación de este tipo crea numerosas tensiones porque como no puede permitirse desviar el perjuicio hacia el cliente, toca repartirse el trabajo entre el personal restante, siendo por tanto una fuente de fuertes conflictos y origen de las discriminaciones preventivas que sufren las mujeres a la hora de promocionar (la periodista Lalia González Santiago acaba de escribir un artículo magistral con su experiencia y puede consultarse en las redes sociales). Y si estás en la casta inferior, o sea eres autónoma y tus ingresos dependen de tu trabajo directo es muy sencillo, no tienes derecho a la conciliación porque no puedes trasvasar tu tarea a nadie que no seas tú, porque no cobras. ¿Que se pretende decir con todo esto? Que los gobernantes están haciéndonos una trampa monumental, al ceder al ámbito productivo una función que es pública, de gobierno, administrativa. La respuesta no está en lo que las empresas pueden hacer por la conciliación, no es su papel, sino que es una responsabilidad principal del Estado, como proporcionar educación o sanidad; dotar a las mujeres de unas condiciones óptimas para que puedan seguir desarrollando su trabajo en régimen de normalidad cuando tienen hijos pequeños. Es responsabilidad gubernamental equiparar los permisos de maternidad y paternidad, desarrollar una red gratuita de guarderías de calidad, bajar de forma drástica los impuestos a las mujeres como incentivo a la renovación generacional y para sufragar los costos de contratar ayuda familiar, así como impulsar unos horarios laborales más racionales. Todo eso, de principio a fin, es una misión de los gobiernos y no debería hacerse a costa de la cuenta de resultados de las empresas privadas, de la indefensión de las trabajadoras autónomas o de la ralentización de los servicios públicos. Ahí es donde deberían apretar los distintos promotores del feminismo. Y ahí es donde deberían agarrarse los partidos de derechas, incorporando estas demandas básicas a su programa electoral, en lugar de permitir que la izquierda podemita dirija el fenómeno en exclusiva. Vox y PP se han visto cogidos con el pie cambiado, Ciudadanos al menos está demostrando más proactividad a cuenta de fomentar feminismos alternativos y reivindicar una figura histórica como Clara Campoamor. Es un principio.

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