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La Mare de Déu, en un momento del Traslado en la plaza de la Virgen. JESÚS SIGNES

La Mare de Déu, la única certeza de un pueblo harto de llorar

Miles de valencianos llenan la plaza de la Virgen para el Traslado, que se resuelve en poco más de 20 minutos

Domingo, 11 de mayo 2025, 13:45

En el año en el que más hemos dudado, ella. Cuando un pueblo entero limpiaba barro y sentía que todo había cambiado, se buscaban certezas. No había demasiadas. Quizá el abrazo del vecino, la mano tendida de un voluntario, la ayuda de un bombero. De hecho, por momentos, en el año más oscuro de Valencia, parecía que no había ninguna. Pero entonces aparecía una talla sucia de la Mare de Déu, o una Senyera embarrada, y todo cambiaba. Ella, la Virgen de los Desamparados, como única certeza de un pueblo en busca de amparo. Ella, la primera constante de la valencianía, tanto religiosa como laica, de «su» pueblo.

Hablamos de un amor transversal, como lo son casi todas las cosas que importan. A las 10.29 horas, instantes antes de que los Eixidors de la Virgen sacaran a brazos la talla de la Mare de Déu, en la puerta de la Basílica se amontonaba una multitud entre los que se encontraba un hombre de mediana edad con una camiseta del Valencia CF de la temporada 2019-2020; una pareja joven que se hacía arrumacos y se cantaba los «visca» a la Mare de Déu muy cerquita, a los labios del otro; o dos mujeres mayores, amarradas al suelo como si hubieran echado raíces, demasiado cerca de la puerta. «Un día tendremos una desgracia». El pensamiento es inevitable.

Y tanto que las tendremos. Vendrá el fuego, o el agua, o un accidente de tráfico, o un despido, o un desengaño amoroso. Lloraremos, claro. Pero luego llegará el segundo domingo de mayo y esas dos mujeres de aspecto frágil, ancladas en el mármol de la plaza de la Virgen, conseguirán superar el gentío y tocarán el manto de la talla, en blanco papal con toques dorados. El Traslado del domingo fue tan milagroso como siempre. Da igual las veces que los presencies o que veas a Pere Borrego ponerse a lanzarle poemas a la Mare de Déu mientras los Eixidors empujan con fuerza para salir de la Basílica. Siempre te parecerá que es un milagro que todo salga bien.

No fue una excepción este domingo. Valencia se echó a la calle, aunque sería más cierto decir que lo hizo ya el sábado. Al filo de la 1 de la madrugada de este domingo, cientos de personas presenciaban la Dansà. Luego, muchos se quedaron a hacer noche porque de madrugada se abría la Basílica y había que ver a la Mare de Déu. Muchos de ellos, además, habían venido de los pueblos de la dana, rememorando esas largas marchas envueltos en dolor que hicieron cientos de miles de voluntarios que en los días posteriores se lanzaron a la calle para ayudar a quienes no conocían. Hacían entonces lo mismo que la patrona de Valencia, aunque muchos de ellos fueran laicos o ateos: cuidar a los desamparados. Porque esa solidaridad, al igual de la resiliencia de quien vivía en el barro y este domingo acudió a agradecer a la Virgen que estaban vivos, está imbricada en el alma valenciana.

JESÚS SIGNES
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Fue un día completo que empezó con la Descoberta a las 5 de la madrugada. En la plaza de la Almoina, por cierto, también hubo quien hizo noche. A las 8 horas llegó el turno de la Misa d'Infants en una plaza de la Virgen abarrotada, y con la presencia del presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, en el primer acto multitudinario al que acude desde el 29 de octubre. Tuvo, por cierto, una mañana tranquila: entró con Catalá, que se llevó aplausos, y salió entre ovaciones, aunque ahí sí se coló algún que otro insulto. En la misa, el arzobispo de Valencia, Enrique Benavent, pidió «que no se instrumentalice el sufrimiento de las víctimas de la dana» al servicio de otros intereses, «por legítimos que sean». Entre el público, dirigentes de Vox y del PP, que la pasada semana deslizaron esa politización de las asociaciones de afectados por la barrancada.

Pero el plato fuerte de la mañana era, y es, el Traslado, que no es más que una explosión de fervor popular que ya no tiene que ver sólo con la religión. Al acto acuden miles de personas, tantas que si fueran las mismas a misa de 12 cada domingo, no habría iglesias suficientes en Valencia. El amor por la Mare de Déu va un poco más allá del fervor religioso. Hablamos del amor que se tiene por una madre. Para muchos, acudir al Traslado es acompañar a mamá en un paseo. Es un paseo, eso sí, tumultuoso, ígneo, por momentos parece que violento. En realidad, detrás de esos gritos de «fora, fora», y esos empujones con la cara desencajada que se dan los Eixidors; detrás de ese alarido que le pega uno a otro («puja, puja, que t'agarre») que sólo busca tocar el manto, se esconde de nuevo la idiosincrasia de un pueblo pírico, que parece que siempre está a punto de estallar pero que, en el fondo, sólo quiere estar rodeado de la gente que quiere.

Es lo que hizo este domingo la Mare de Déu. En apenas 20 minutos, entre gritos constantes, alabanzas y piropos, y bajo la lluvia incesante de los pétalos que se lanzaban desde los balcones de la plaza de la Virgen, la talla recorrió la distancia entre la salida de la Basílica y la puerta de los Hierros de la Catedral. Sorprende lo rápido que fue, porque la afluencia a la plaza de la Virgen era masiva. Los alrededores estaban vacíos: nadie en la Almoina, nadie en la plaza del Ayuntamiento. La ciudad, como siempre, volcada hacia la plaza para acompañar a su patrona. Volaban los niños sobre las cabezas de los fieles, y volvían milagrosamente a manos de sus padres, sin que ningún año haya que lamentar un accidente. También había quienes llevaban atados en las muñecas varios pañuelos con los que tocar el manto. Suelen ser encargos de personas que piden a la Virgen y que sus familiares o amigos se llevan al Traslado.

La talla enfiló la calle del Micalet muy rápidamente, tras sortear el mar de personas y de Senyeras en que se había convertido la plaza. Ya en la Catedral, se vivieron momentos de tensión cuando la Policía Local tuvo que pedir a los fieles que abrieran paso porque hubo tres lipotimias que había que atender. Al final, como todos los años, no hubo que lamentar males mayores, en lo que es más un éxito organizativo que un milagro. De hecho, poco antes de que comenzara el traslado, varios agentes de la Policía Local se desplegaron a ambos lados de la puerta de la Basílica. «Llevo 20 años aquí, si se quedan va a ser un caos», le decía un feligrés a un agente. Se retiraron pocos minutos antes de que saliera la talla, y lo que decía el hombre se comprobó verdad.

Un caos organizado

Porque en el momento de salida de la talla de la Basílica, el caos es absoluto. Pero todo parece estar extrañamente bajo control. Para el ojo no avezado (explíquenselo ustedes a un holandés o a un estadounidense), podría parecer que estamos en medio de una avalancha y que los Eixidors luchan por cada brizna de oxígeno. Nada más lejos de la realidad. En sus empujones, sus golpes y sus gritos rudos no hay más que conocimiento técnico de cómo efectuar el traslado: el anda no se detiene en ningún momento para evitar que la gente se agolpe. El movimiento continuo mantiene también en movimiento a la marea de personas que pugna por llegar a la Mare de Déu. Y eso que no es un paseo fácil. Hay que rodear la fuente del Turia, esquivar el escenario, pasar por la Casa Vestuario y enfilar la estrechísima calle del Micalet, donde se amontonan miles de personas. Este domingo, además, nada más salir de la Basílica, el expresidente de la falla Na Jordana se puso a declamar una poesía a la Virgen. Terminó con el ya archifamoso «Visca la Mare de Déu» coreado por cientos de gargantas, pero junto al escenario, un hombre decía, de forma elocuente: «Hombre, Pere, ahora...».

Vistos desde arriba, los empujones no parecen otra cosa que abrazos. Desde las alturas, la plaza es un pueblo que abraza a su patrona, que vuelve, como cada año, llueve o truene, a verla. Lo hizo en 2024, cuando el recuerdo de Campanar aún estaba fresco. Lo ha hecho en 2025, cuando el dolor de aquella tarde terrible no se ha borrado y todos tenemos en el recuerdo las tristísimas escenas de aquellos días nublados. Porque ella es la única certeza, la única constante, del pueblo valenciano. Y, seamos honestos, es un pueblo que de un tiempo a esta parte está más que harto de hacerse preguntas que se quedan sin respuesta.

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