Las Fallas: de una fiesta local a un acontecimiento internacional
Desde 1866
Marta Querol
Escritora
Jueves, 6 de noviembre 2025, 19:01
Fallas de calle, calles de falla
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Uno de marzo, el reloj del ayuntamiento hace rato que anunció el mediodía. La zona bulle de gente, siempre lo hace, aunque la calle no parece la misma de ayer. Es zona comercial y financiera, de llegada y salida de viajeros desde la cercana estación, pero ese día todos llegan, nadie parte, y los trajes oscuros de horas antes pierden protagonismo frente a camisetas, cazadoras variopintas, gorras y sombreros para protegerse de un sol que calienta más de lo que la fecha sugiere. Se masca una alegría latente. Desde las arterias adyacentes a la Plaza del Ayuntamiento, los pasos apresurados se dirigen hacia ese punto neurálgico donde el cemento se ha vestido de pólvora. Siguen la senda de vallas amarillas y la ciudad comienza una metamorfosis paulatina que durará hasta el día diecinueve. Es la primera mascletá del ciclo fallero, tras el aviso del día de la Crida y la ciudad ya no es la misma.
Valencia no puede entenderse sin las Fallas. Es parte de su fisonomía, de su idiosincrasia, y cada rincón del callejero da prueba de ello. Durante marzo en particular, aunque también en otras fechas -mayo, junio, octubre...-, en las que las mismas comisiones se adhieren a otras fiestas hermanas, como las Hogueras de San Juan o los moros y cristianos, y mantienen tradiciones como la de las Cruces de mayo que visten de flores los chaflanes de muchas parroquias.
Luminosa, caótica, ruidosa, y descontrolada, la fiesta no siempre fue así. Su origen humilde como celebración gremial propició unos inicios discretos, salvo por el apoteósico final envuelto en llamas que acariciaban, entonces sin fuerza, las fachadas cercanas. A aquellos trastos que se amontonaban en las plazas a principios del siglo XIX pronto se les dio forma y el conjunto se transformó en una muestra de arte popular y sátira que criticaba la vida cotidiana de cada barrio.
Los ninots habían conquistado la calle por unos días, para siempre.
En la segunda mitad del siglo XX llegó la explosión: nuevas comisiones, alturas y volúmenes inverosímiles, oleadas de visitantes... La ciudad crecía y, al igual que Valencia se anexionaba poblaciones aledañas, las fallas se apropiaban de cada nuevo cruce como una mancha de alegría y hermandad que modificaba la fisonomía de dónde se asentaba. En zonas de nueva creación, como Campanar, dieron calor y vida al ladrillo y al cristal, a los pisos que se elevaban con rapidez, a vertebrar lo que solo eran solares en construcción y crear barrio.
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Porque el modelaje, la pintura y los equilibrios imposibles de las fallas no solo cambian la fisonomía urbana, también hay una dimensión inmaterial, como reconoció la UNESCO: la calle se transforma en centro social, pasarela, escenario y platea; en exposición de arte y noticiero; en cantina y feria gastronómica. La vida cotidiana traspasa las paredes de cada hogar y toca el asfalto, los vecinos dejan el saludo rutinario para conversar; las barreras sociales, generacionales y de todo tipo, caen, y se comparte el pan y la sal, los días, la vida. Las calles recuperan su alma más antigua: la de lugar de encuentro, de juego y de comunidad. Germanor a pie de calle. Patrimonio inmaterial.
Este crecimiento desbordado ha dado lugar a remates más altos, a fallas más lucidas y originales, a comisiones más numerosas… y, con ello, a mayores problemas de espacio y, a veces, de convivencia. Cuando los artistas sacan de sus talleres las piezas y poco a poco la perspectiva de los edificios cambia, la movilidad queda condicionada por los monumentos, carpas, churrerías, mascletás y pasacalles. La ciudad se transforma, la población se multiplica y la calle es de todos, para bien y para mal.
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El crecimiento desbordado ha dado lugar a remates más altos, comisiones más numerosas.. y, a veces, problemas de convivencia
La llegada masiva de visitantes en busca de diversión, de vivir sin dormir, añadida a la ilusión de quienes llevan todo un año esperando estas fechas, ha generado problemas vecinales y polémicas, con la calle como protagonista. Ocurre en muchas otras fiestas populares, aunque ninguna alcanza la dimensión de esta donde la ciudad entera se convierte en un escenario vivo cuajado de plazas mayores concatenadas, cada una diferente, cada una con personalidad propia.
Los recorridos antes rutinarios en fallas son una sorpresa; que sea buena o mala depende de cómo asumas lo inevitable. Circular es imposible, pero los recorridos se vuelven inesperados y variopintos. Donde la falla es menos vistosa el humor toma el relevo y, si se dedica tiempo para leer los carteles, se puede llegar a destino con una sonrisa. Otros no aceptan lo inevitable, y es que la vida no volverá a ser la misma hasta el veinte de marzo en que, como si tocaran las doce en la Cenicienta, todo arderá hasta desaparecer, las carpas se evaporarán, las vallas dormirán a la espera de ser recogidas y cada calle recuperará su asepsia original como si hubiera sido un sueño.
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