Un estudio demuestra que hornear en lugar de freír reduce la toxicidad alimentaria y previene enfermedades
La investigación ha sido liderada por la Clínica Universidad de Navarra en Madrid
Elegir el horno frente a la sartén puede ser algo más que una cuestión de gustos. Un reciente estudio realizado por la Clínica Universidad de Navarra en Madrid ha puesto de relieve que modificar ciertas técnicas culinarias puede suponer una diferencia significativa para la salud, especialmente entre personas hospitalizadas o en situaciones clínicas delicadas.
La investigación, presentada en el Congreso de Nutrición Práctica de la Sociedad Española de Dietética y Ciencias de la Alimentación, ha analizado cómo el método de cocinado influye en la aparición de sustancias tóxicas que pueden generarse de forma natural durante la preparación de los alimentos. Entre ellas destaca la acrilamida, un compuesto potencialmente cancerígeno que se forma principalmente en alimentos ricos en almidón cuando se cocinan a altas temperaturas, como en la fritura o el tostado.
El equipo de nutrición del Servicio de Hospitalidad de la Clínica, con sede en Madrid, ha centrado su trabajo en comprobar el efecto de sustituir estas técnicas tradicionales por el horneado. Y los resultados son reveladores. Según el estudio, esta modificación puede reducir de forma significativa, e incluso eliminar, la presencia de acrilamidas sin comprometer ni el sabor ni el aspecto de los platos.
«En lugar de cocinar ambas recetas mediante métodos tradicionales a temperaturas superiores a 180 ºC, utilizamos el horno y observamos que no se detectaban acrilamidas, o que su presencia se reducía significativamente, sin comprometer el sabor ni el aspecto visual», detalla Concepción Manrique, directora del Área de Dietas de la Clínica Universidad de Navarra en Madrid.
Las pruebas se han realizado con dos recetas habituales en el menú hospitalario: croquetas de cocido madrileño y patatas con pimentón y orégano, cocinadas en esta ocasión mediante un programa especial de horneado. El objetivo era comprobar si la técnica podía mantenerse como alternativa sin afectar la calidad final, algo crucial cuando se trata de pacientes que requieren una alimentación tanto segura como apetecible.
«Nuestro reto diario es lograr que cada paciente disfrute de la comida, pero esto no se limita a ofrecer recetas variadas y nutricionalmente adecuadas, sino que también debemos considerar los riesgos asociados a la formación de compuestos que puedan ser nocivos», señala Xandra Luque, chef de la Clínica y una de las participantes en el estudio.
El trabajo se enmarca dentro de una visión más amplia de lo que la Clínica denomina alta cocina preventiva, una apuesta por integrar la gastronomía como herramienta de salud. No se trata solo de evitar riesgos, sino de fomentar una cultura alimentaria saludable desde edades tempranas.
«La preparación y elaboración de los alimentos es clave para favorecer la palatabilidad, resaltar aspectos sensoriales y mejorar su valor nutricional. Sin embargo, pueden modificar su composición y suponer un riesgo para la salud pública, especialmente entre pacientes hospitalizados en situaciones vulnerables», explica Manrique.
En esa misma línea, el equipo de la Clínica ha presentado otros dos estudios centrados en factores que influyen en la salud alimentaria: la diversidad dietética y los hábitos de cocina adquiridos desde la infancia. Uno de ellos, presentado en el Spain Gastronomy Conference, apunta a que quienes aprenden a cocinar desde pequeños tienden a mantener mejores hábitos en la edad adulta.
«Hemos observado que quienes aprendieron a cocinar antes de independizarse mostraban un mayor interés por la alimentación y una mejor adherencia a dietas equilibradas, lo que resalta la importancia de fomentar la educación culinaria desde la niñez», indica Teresa Pérez, nutricionista del servicio.
En paralelo, se ha analizado también cómo influye la variedad de la dieta en el índice de masa corporal (IMC), con conclusiones igualmente claras: a mayor diversidad, menor riesgo de enfermedades metabólicas como la obesidad.
«Los pacientes con menor diversidad alimentaria presentaban valores más altos de IMC. En los grupos de mayor edad y en los jóvenes, esta relación fue inversamente proporcional, mientras que en adultos de mediana edad la asociación fue positiva», concluye la nutricionista Maru Dulcich.
Este conjunto de estudios refuerza la idea de que los fogones pueden ser una poderosa herramienta de prevención sanitaria. Elegir cómo cocinamos no solo influye en el sabor del plato, sino también —y cada vez con más evidencia— en nuestra salud a largo plazo.
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