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Con el paso de los años, mantenerse activo se convierte en una de las claves fundamentales para conservar la salud física y mental. A menudo, las recomendaciones para personas mayores de 65 años incluyen hábitos como caminar a diario, mantener una rutina de sueño estable o realizar ejercicios suaves que fortalezcan la musculatura. Sin embargo, en los últimos tiempos ha ganado peso otra actividad que, además de ser placentera, se ha revelado como una aliada poderosa para estimular la creatividad y el bienestar emocional.
A diferencia de las rutinas físicas o los pasatiempos más sedentarios, esta práctica requiere atención, despierta los sentidos y activa muchas áreas del cerebro. Permite improvisar, recordar, imaginar y crear. De hecho, numerosos expertos en envejecimiento activo ya la consideran una forma eficaz de ejercitar la mente sin necesidad de recurrir a ejercicios complejos o tecnología. Y lo más interesante: se trata de una actividad cotidiana, accesible y profundamente conectada con la memoria emocional.
Estamos hablando de cocinar. Pero no como una obligación doméstica, sino como un espacio creativo, libre y estimulante. Escoger ingredientes, adaptar recetas, probar nuevas combinaciones o incluso reinventar platos tradicionales convierte la cocina en una auténtica gimnasia mental, especialmente beneficiosa en edades avanzadas. Preparar un plato requiere coordinación, planificación, concentración y, sobre todo, imaginación.
Desde el punto de vista psicológico, cocinar no solo mejora la motricidad fina o la atención. También activa recuerdos, mejora el estado de ánimo y refuerza la autoestima. Hay estudios que vinculan esta actividad con una mayor sensación de bienestar en personas mayores, ya que aporta una finalidad diaria, una meta alcanzable y un resultado tangible que se puede disfrutar y compartir.
El componente sensorial es otro punto clave: tocar los alimentos, olerlos, escuchar cómo se cocinan o saborearlos despierta conexiones emocionales muy potentes. A menudo, al preparar ciertas recetas, se activan recuerdos de infancia, celebraciones familiares o momentos compartidos, lo que convierte el acto de cocinar en una fuente de estimulación emocional y cognitiva.
Y si a eso se le suma el impacto en la autoestima y la sociabilidad —preparar algo para otros, intercambiar recetas, participar en talleres—, el valor de esta práctica se multiplica. La cocina no exige grandes medios ni conocimientos técnicos, pero sí ofrece una recompensa diaria, emocional y cerebral que otros pasatiempos no logran alcanzar con tanta naturalidad.
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