En la escala básica de lo que denominamos «amistades», encontramos, por este orden, a los «conocidos», a los «amiguetes», a los «amigachos» y a los ... verdaderos amigos. La última semana recibí una especie de grito de socorro por parte de dos tipos que estarían a mitad de camino entre los «conocidos» y los «amiguetes». Nos saludamos sobre el asfalto, intercambiamos frases, en fin...Viven en mi barrio y disponen de mi número de teléfono, cosa nada extraña porque lo transmito con facilidad.
Al primero me lo crucé por la calle. Acudió raudo a mi vera gastando rostro desesperado, desencajado. Miró a izquierda y a derecha y luego susurró: «Ramón, tío, ¿tienes un pitillo?» Le contesté que sí y se lo di como si fuese un camello que traspasa mandanga de la buena esquinado en un callejón gatuno. «No le digas nada a mi mujer, eh», añadió. Le aseguré que mis labios estaban sellados. Pocos días después me llamó el otro tipo: «¿Estás solo?» Respondí que sí. «¿Puedo pasarme por tu casa y me das un cigarrillo?». Por supuesto le concedí ese capricho. Cuando se largó masculló también lo de «no le digas nada a mi mujer, eh». Le garanticé mi silencio. Como soy persona, creo, bondadosa, incluso generosa, y además me gusta el lío, a los dos, cuando se marchaban, les insistí para cogiesen otro pitillo extra: «Coge otro, hombre, y así te lo fumas, total tu señora no va a enterarse...» Dudaron, temblaron, compusieron mueca diabólica y... lo aceptaron. Lo curioso es que, ambos, cuando mentaban a la esposa, reflejaban miedo y pánico. No sé, pero me parece que los pobrecillos viven angustiados. Antes, si no recuerdo mal, las novias vigilaban para que sus novios no fumasen porros, y estos se escondían para tal práctica. Ahora sucede con el tabaco. No sabe uno donde vamos a ir a parar... En ambas situaciones sentí que había realizado la buena acción del día.
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