Sin permiso
Vuelvo a casa y algo no encaja. Lo noto antes de abrir del todo la puerta. En ese silencio distinto. En ese aire torcido que ... me recibe. Entro y el corazón me sube a la garganta. Hay cosas movidas, cajones abiertos, papeles por el suelo. El desorden ajeno tiene un olor particular, diferente. Me quedo quieta unos segundos, mirando sin ver, tratando de entender qué ha pasado, aunque ya lo sé... Han entrado, alguien ha estado aquí dentro sin permiso.
No sé qué mirar primero, si lo que falta o lo que sigue en su sitio. Porque en realidad nada está en su sitio. Todo parece tocado, profanado. Incluso las cosas intactas ya no son las mismas. Se me viene encima una sensación de indefensión como si te hubieran visto por dentro. Respiro más rápido e intento calmar esta extraña sensación, porque uno siempre piensa que su casa es como una extensión del cuerpo. Intocable. Como una piel más. Y de pronto, alguien la ha abierto, la ha hurgado, la ha usado sin derecho y sin preguntar.
Recorro las habitaciones con esa mezcla de rabia y tristeza que no se sabe bien en qué orden llega. En cada paso, descubro un rastro ajeno. Una huella grosera, un cajón mal cerrado, un objeto fuera de lugar. Todo me habla de una presencia desconocida que se movió con soltura donde antes me sentía a salvo. Y eso es lo que más cabrea: la confianza rota, el contrato invisible que uno cree tener con su propio espacio hecho añicos. Sin permiso.
Queda esa sensación amarga de saber que tu casa ha sido abierta como una carta rompiendo su sobre
Miro la ventana, el marco forzado, la cerradura deformada. Imagino manos ajenas tocando mis cosas, buscando sin cuidado, eligiendo con calma lo que llevarse. Y lo que no. Pienso que mientras yo estaba fuera, caminando tranquila, alguien respiraba mi casa. ¿Se sentó?, tal vez. ¿Miró, eligió, se llevó? No sé si me da más rabia o más asco esta sensación de angustia de no entender nada.
De pronto, lo más cotidiano se vuelve sospechoso. El armario no parece ocupar su sitio, el sofá es ahora desconfianza y lo opuesto al confort, como la cama que tampoco invita al descanso. El aire pesa distinto. Todo tiene filo. Yo, en mi casa, me noto ahora distinta también. Esa vulnerabilidad que hasta ahora te ha esquivado y que parecía pertenecer a otros, de repente es tuya, te toca el hombro y se queda contigo. No sabes por cuánto tiempo. Es un frío nuevo, lento, que no parece que se vaya con el tiempo y si será capaz de cambiarlo una cerradura nueva. Luego vendrá lo más práctico, la policía, lo del seguro, las denuncias, los inventarios. Pero ahora no hay trámite que cure esto. Puede pasarle a cualquiera.
Al final, sólo queda esa sensación amarga de saber que tu casa ha sido abierta como una carta rompiendo su sobre. Sin tu permiso. Y a pesar de todo, sabes que esta sensación amarga también pasará. Porque todas las adversidades acaban pasando. ¿No les parece?
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión