La política que urge (y la que no)
Se buscan líderes con talento, generosidad y vocación de servicio capaces de frenar populismos y fascismos
El filósofo Rob Riemen, en una entrevista a 'El Mundo', defendía que los fundamentos del fascismo son las mentiras, el odio y los chivos ... expiatorios. Y que, 80 años después de la Segunda Guerra Mundial, esta mentalidad «está de vuelta casi en todas partes». Parece que es así. Hay luces rojas por todos los lados que nos alertan de que esa es la travesía que, de manera acelerada, hemos comenzado a atravesar. Con la política en crisis y con una forma de ejercerla que no nos representa. Porque esas maneras no reflejan los fundamentos democráticos, que deberían ser el mejor antídoto ante los dejes fascistas que lo alcanzan todo -lo local a lo global- y que son una absoluta traición a lo que es la base de nuestro sistema democrático: la Constitución. Esa sobre la que se asentaron nuestros derechos y obligaciones, nuestras libertades y aspiraciones a la igualdad. «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político», se lee en su Artículo 1. Y se lee, por ejemplo, en una placa de mármol que luce imponente en el vestíbulo del Palau de la Generalitat.
«Spinoza ya explicó que la sociedad debe aspirar a la democracia, pero viene con condiciones», defiende Riemen. «La condición clave es que las personas deben ser educadas: no en el sentido de que sepan muchas cosas, sino que sean capaces de pensar por sí mismas, de presentar argumentos e intentar encontrar el bien común». Sin esos elementos, la democracia se tambalea. Velar porque ellos prevalezcan, pasa a ser algo prioritario. Tanto que, somos los ciudadanos, los que en un momento en el que el sistema democrático se resquebraja, debemos reivindicar que vuelva esa política de altura en la que importan las formas, los hechos y el buen hacer; que se destierre la corrupción y la confrontación, y que se frene la acentuada polarización. No hacerlo es llevarnos al colapso. Como estamos observando en todos los niveles y organismos. Guerras cruentas que avanzan en escalada; puentes de diálogo destruidos en la política nacional, e incertidumbre total en la regional.
«La democracia se está debilitando. Defenderla es un deber ético y político», mantuvo en una ponencia la catedrática Adela Cortina. En esa defensa deberíamos estar. ¿Quiénes? Ese abstracto que llamamos ciudadanía y que, la prestigiosa filósofa valenciana reduce a un 'nosotros'. Ese que, tal y como ella explicaba en una entrevista a LAS PROVINCIAS, está desaparecido. «No hay un 'nosotros', un conjunto de ciudadanos unidos por la amistad cívica, dispuestos a buscar lo mejor para todos; sino individuos aislados, grupos aislados con intereses fragmentarios y diversos, que tratan de buscar su bien particular. Y hay polarizadores profesionales que se ocupan de enfrentarlos entre sí para que no exista ese sujeto 'nosotros' en primera persona del plural». ¿Qué hacer ante esto? Hay, al menos, una respuesta clara: agitarnos. Despertarnos. Reclamar de manera activa una forma de hacer política y, por tanto, de gobernar que nos aleje de esos peligros patentes que se esconden bajo la sombra del fascismo y del populismo. Una política que se base, primero, en los valores. Prioritariamente, en la ética. Segundo, que destierre los egoísmos e intereses personalizados de los partidos políticos y de sus líderes, y que exija que se piense en los intereses de los ciudadanos y no en los suyos particulares. Tercero, que, dentro de esos intereses, se ponga el acento en proteger, cuidar y salvaguardar a los más necesitados y vulnerables. Menores, ancianos, dependientes, inmigrantes, mujeres maltratadas, marginados... Cuarto, que se propugne una política en la que los pactos, los acuerdos, vuelvan a aflorar, aunque partiendo de postulados divergentes. Como se hizo para construir nuestra Constitución. Quinto, profundizando en lo anterior, que se vuelva a practicar el diálogo, aunque eso implique debates intensos e incluso tensos. Sexto, que impere la transparencia en la gestión y en la actitud de nuestros dirigentes, a los que les pagamos sueldos y honores. Séptimo, que se fiscalice y controle esa gestión, de manera rutinaria, y se den todas las facilidades para poder hacerlo. Octavo, que se potencie la llegada de talento a la gestión gubernamental (no sólo de estrategas y profesionales de la política). Noveno, que la dedicación a la política se asuma como un esfuerzo que se desempeña desde la generosidad y el convencimiento de servicio público a la ciudadanía. Y décimo, que su acción política se haga siempre pensando en el futuro y no en el rédito político, que le facilite al dirigente de turno perpetuarse en el Gobierno. Pese a quien pese. Que se actúe, en definitiva, pensando en quién vendrá. Una política que mire al mañana y que ayude a afrontar ese futuro que, como este último lustro nos está demostrando, viene encadenando de manera acelerada situaciones de crisis descarnadas: el Covid, el horror de la dana, los apagones, los incendios desbocados este verano... O la escalada bélica, donde todo son matanzas y destrucción. Crueldad y deshumanización. Ucrania, Gaza, Uganda, Sudán, Etiopía...
La sensación de naufragio global que vivimos nos obliga a reclamar una clase política y una forma de ejercerla que, si siempre debe ser impoluta y honesta, ahora mucho más. Buscamos líderes sólidos, capaces, ejemplares y fuertes de ánimo. Porque, esas crisis que abren la puerta a populismos y fascismos, nos pueden llevar a un horizonte que lamentaríamos. No sólo por nosotros; sino por quien vienen detrás. No por hoy, sino por mañana. De un sorbo y sin azucarillo.
Es domingo, 14 de septiembre. «Como señaló Aristóteles, algunas virtudes requieren cierto grado de riqueza, como la generosidad o la caridad» (John Sellars en 'Lecciones de estoicismo').
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