Valencia, en su maleficio
En su viudez del poder político, ha querido sacar pecho alguna vez y crecer ante algunos desafíos externos pero su lógica interna los ha ido desvaneciendo
Uno cree que Valencia vive acomplejada desde el siglo XV, aquel siglo de Oro y de Alfonso el Magnánimo en el que hasta colocábamos Papas en Roma y dominábamos Nápoles y Sicilia y medio Mediterráneo, y éramos los reyes en las letras y las artes. Desde aquel esplendor, Valencia, tan alto andaba, que lo ha ido perdiendo todo, en lo económico, en lo político y en lo social, y no hay manera de quitarse ese peso: el de haber alcanzado el paraíso y después vivir como en una maldición. Cinco siglos después de aquel tiempo cosmopolita e imperial, en el que se imprimían los primeros libros cerca de la Lonja, los logros más brillantes -y perecederos- del Cap i Casal se han resumido en la fundación de la Ciudad de las Ciencias y las Artes y el Jardín del Túria. Con eso está dicho todo. En su viudez del poder político y en el desplome de su encumbramiento, Valencia ha querido sacar pecho alguna vez y crecer ante algunos desafíos externos -la Exposición Regional- pero su lógica interna los ha ido desvaneciendo, agotada ante el escaso interés interior y exterior. Aquí no se puede contemplar la grandiosidad burguesa del París del XIX, o la belleza acompasada de la Amsterdam del XVII, o la aureola de la Roma clásica y eterna, o la notoriedad de Londres bajo el imperio más cumplidor que ha existido en el mundo tras el Romano. Valencia ha tenido que valorizar otras cosas, algunas islas de belleza arquitectónica -el modernismo por aquí, el racionalismo por allá, un poco de casticismo-, otras de divinidad hortofrutícola, como el Mercado, en fin, toda una dispersión más o menos improvisada, porque Valencia en sí es muy dispersa y también algo 'desficaciada'. Lo que no ha hecho Valencia, desde luego, es cuidar su memoria, por mucho que se empeñe Puche en protegerla y exhibirla, y una ciudad que no cuida su memoria es una ciudad dimitida de antemano. Observemos, si no, cómo se las gasta Valencia con una de sus 'patrias' últimas, los restaurantes de la playa del Cabanyal, por los que ha pasado desde el más humilde pescador del barrio, cuando los merenderos originales, hasta Ava Gadner, que estás en los cielos, y contemplemos después cómo ese espacio se va descomponiendo también a base de esculpir una fisonomía que es la de cualquier centro comercial anónimo, ubicado en algún barrio anónimo de alguna ciudad sin nombre, como la película de Lee Marvin. Ámbito sentimental invadido cada vez más por las franquicias -dentro de nada habrá una tienda, o varias, de todo a un euro-, por los locales de comida rápida, por algún chimpúm/chimpúm sobrante de entre todos los chimpúms que habitan en Valencia, y quizás por la prolongación de los apartamentos turísticos, y así hasta el infinito.
Es el infinito que dibuja, no sin cierta perplejidad, el geógrafo Vicent Molins en su 'Ciudad clickbait'. Una ciudad que ya no está al servicio de sus vecinos sino que ha mutado en un bien manufacturado dedicado al algoritmo turístico y a la despersonalización, la ciudad/decorado, ciudades que necesitan el foco permanente, en la que los políticos se transforman en 'influencers', como el alcalde de Vigo, que pone luces de navidad hasta en julio -«ya es Navidad en Vigo»-. Lo que diagnostica Molins es lo que viene sucediendo: un vecino ya no es sino una ecuación matemática, un ser anónimo que cede su soberanía al Dios turístico. Valencia es una ciudad en la que, por desfallecer, hasta han desfallecido los 'Salvem', que eran ya una seña de identidad, como el Micalet o la cotorra del Mercat, engullidos los 'Salvem' por la imposibilidad de combatir el vicio atávico incrustado en el imaginario valenciano: nos van las demoliciones, reales o metafóricas, y el pisoteo de la memoria afectiva y arquitectónica.
Las demoliciones y el ruido. También nos va mucho el ruido, que ya es muy famoso, traspasa fronteras, un rasgo muy identitario (y muy antieuropeo, por eso bastantes europeos vienen aquí a hacer 'safaris'). Cuanto más se moleste al personal, mejor. Y si es por la noche, más cotizada está la molestia. Cuando los valencianos han mirado hacia el norte europeo, pocas veces, se han atemorizado. Silencio, urbanidad, conciertos de Beethoven en las iglesias, ¡pero si hasta recogen los papeles del suelo! Incomprensible. ¿Estorbarán aquí las mesas y sillas de las terrazas en algunas aceras que solo dejan metro y medio para que pasen los viandantes, y si te cruzas con un carrito con el niño/a hasta se organizan colas? Claro. A veces, en las inmediaciones de la Estación del Norte, por donde transitan miles y miles de personas a diario, no caben las personas y las mesas al mismo tiempo, y en la acera de la plaza de toros siempre hay vallas porque siempre hay conciertos que preparar y camiones que descargar y los miles de viandantes que salen o entran en la estación hacen lo que pueden: driblar el caos. Otra identidad mediterránea: el caos. (El otro día actuaban Los Pecos en la plaza, toda una metáfora, lo quieras o no. Genocidio en Gaza, China amenazando Taiwan, Putin invadiendo Ucrania, Trump deportanto gente y comprando Groenlandia. El mundo se derrumba y nosotros con Los Pecos, un llenazo).
También nos va mucho el ruido, que ya es muy famoso, traspasa fronteras, un rasgo muy identitarioObservemos cómo se las gasta Valencia con una de sus 'patrias', los restaurantes de la playa del Cabanyal
¿Y que tal el edificio Dasí, en María Cristina, obra espléndida de Borso di Carminati, joya del racionalismo valenciano, víctima de las muy aventuradas gracias de un pub británico que ha cambiado por completo la epidermis de la planta baja y el primer piso, aniquilando de paso la armonía estética del edicio entero? Tal vez el bloqueo psicológico persistente del ser valenciano en su búsqueda alucinante de la magnificencia del siglo XV provoque estos despistes patrimoniales. No ser nada si no se es gloria del Quatrocento. Tal vez resida ahí el secreto. Consolémonos con que la Casa Gran cobrará por cada silla y mesa de las que invaden, como un ejército, la malparada e inmediata plaza Dels Porxets. El ritual de una utopía posiblemente alcanzable, si llegamos a tiempo antes de que alguien nos invada, no solo trataría de respetar la arquitectura, la piel de los edificios en lucha contra la desfiguración, sino que habría de proteger los usos, el alma de cada espacio. Que es lo que no se respeta en los restaurantes de la playa del Cabanyal, ese patrimonio de la humanidad valenciana a punto también de claudicar. A ver si nos vamos dando cuenta de que en La Pepica, la Marcelina, la Rosa, la Muñeca, l'Estimat o Miramar, si existen todavía -que sustituyeron a los antiguos merenderos en una transición poco espasmódica- lo que se ha de ofrecer es paella, y tomate de la huerta, y arroces, y calamares, y clochinas y esas cosas de las proximidades huertanas o marinas, y no una hamburguesa o un rollito de primavera como si estuvieras bajo la torre Sears de Chicago o en uno de los dos o tres hutongs que quedan en Pekín. La única revolución que salió bien en este país desde la democracia fue la revolución gastronómica y ni eso tenemos en cuenta.
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