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Cada día la misma pesadilla. Resulta que me he vuelto de cartón, plano como la Tierra de los ignorantes. Sí, soy uno de esos monigotes ... con los que los polis practican el tiro, diana en el pecho, círculo rojo en la cabeza. Digamos que al menos mi insanable cinefilia aliviaría el trance si aquello reprodujera alguna escena fetiche y me apuntara a la chola, qué sé yo, Clarice Starling tras su primera entrevista con Lecter -«vuela a la escuela, pajarillo»-, o el agente Stone antes de encañonar a Malone por tocarle sus bemoles italianos -«espagueti ladrón»-. Pero en mi turbia ensoñación hay poco 'thriller' y menos 'noir', sin más escenografía que el paredón y un disciplinado pelotón de fusilamiento con multitud de teleoperadoras a la espera de la orden de fuego.
¿Con qué otra cosa podría soñar si me acribillan a diario teléfonos desconocidos, indigesto brebaje de acosadores y estafadores? Tengo para elegir, un 621, un 693, un 995..., y llaman a cualquier hora del día, todos los de la semana, con tal deleite que llego a figurármelos en su 'call center' pasándose de mano a mano la réplica de mi chuchurría figura en versión muñeco vudú. Por probar, he puesto a desfilar cada uno de mis alias: Toni el educado («venga, cuéntame rápido»); el evasivo («me pillas reunido»); el cortante («este teléfono es profesional»); el borde («estoy en la lista Robinson y hasta en la de Schindler, ¿podéis dejarme en paz?»); el fúnebre («ese Antonio del que usted me habla falleció de un ataque de amigdalitis»)..., y a medida que insisten me siento Sísifo empujando la misma piedra al inicio de la rampa, impotente mientras van superando mis bloqueos con la soltura de un pívot de la NBA.
Siguiendo sabios consejos me di de alta en la susodicha lista Robinson, o eso creí yo, que en vista del éxito igual en lo que me suscribí fue en una web de descargas del 'Informe' homónimo. Tampoco todas las llamadas son cordiales y tienen una persona detrás. Dilectos contestadores me intentan timar, seleccionan currículums que jamás envié y hasta me llaman moroso y me invitan a saldar mi deuda, si bien admito que asumida la carga el gremio del acoso depara momentos inolvidables. En materia de estupidez creí oírlo todo cuando aquella empleada de la compañía eléctrica me pidió que mirara por la ventana para comprobar si mi apagón era general, ¡un mediodía de abril en una de las ciudades más luminosas del mundo! Pues mire, señorita, el sol funciona, las farolas no sabría decirle. Pero el genio humano es inabarcable... Suena el teléfono. Dice hablar en nombre de una empresa que cotiza en bolsa, mando en plaza en el Ibex-35. «Le llamaba para...» La interrumpo: «Sí, lo haces tres veces al día, es mi teléfono de trabajo, trata de olvidarme». La pasaporto. Suena de nuevo: «Oiga, don Antonio, ¿por qué me cuelga? ¿Y por qué dice que es un teléfono de trabajo si no es verdad, si lleva la foto de un perro en el Whatsapp?» Superado el estupor, acierto a responder: «Perra, muchacha, es perra, se llama Kenya y en mi Whatsapp pongo lo que me da la gana». La largo otra vez, y con Sísifo rondándome la mollera vuelven a llamar. ¿Será ella? Negativo. Voz masculina, acento de ultramar. «Hola, asesoría energética... Vaya, menuda casualidad, ¿sabe que yo también me llamo Antonio?» Convulsiono y encesto el cacharro en la papelera. Sólo me faltaba ya hacer amigos.
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