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Antonia apenas se ve detrás de la vitrina del fiambre, relleno de delicias varias que se pueden comprar como en cualquier tienda de alimentación, al ... peso, cortados en la máquina y envueltos en papel parafinado. Quedan pocos ultramarinos de los de siempre en Valencia, más allá de la tendencia de llamar así a los nuevos bares que sirven tapas y tienen una vitrina como la de Antonia, que lleva apenas unos meses como orgullosa propietaria de un establecimiento centenario en el barrio de Ruzafa, el Niño Llorón.
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Son casi las once de la mañana y cuatro jóvenes esperan a que Antonia les haga un bocadillo. Trabajan en una empresa de marketing cercana desde que hace un año se trasladaran al barrio y en este tiempo se han convertido en fieles clientes del Niño Llorón. Una pide un bocadillo de jamón serrano y queso tierno, otra lo prefiere de mortadela con queso curado, y Antonia les da a elegir, como si fuera una madre, cuánto trozo de pan quieren. Lo abre y lo riega con aceite de oliva, y en el cortafiambres va sacando siete u ocho lonchas finísimas de jamón serrano, que va añadiendo al pan con precisión de neurocirujana. «Lo corto así porque dentro del bocadillo se come mejor». Pesa el bocadillo, al que ya le ha restado el peso del pan, y cobra el fiambre como si se hubiera comprado para llevárselo a casa, con un pequeño suplemento por el pan. Total, dos euros. Y porque es jamón serrano, porque en el caso de que sea un ingrediente más barato, un bocadillo puede costar 1,5 euros. «A nosotras nos encanta venir porque es barato y son los mejores bocatas que hemos probado», dicen las jóvenes. No, no se esperen una tortilla de patatas porque aquí no hay nada caliente, pero además de la variedad del fiambre disponible en la vitrina, Antonia ofrece atún con olivas, anchoas y un sinfín de productos que los ultramarinos de siempre tiene en los estantes.
Una mañana cualquiera, la propietaria del Niño Llorón prepara unos cuarenta bocadillos. Es decir, unas veinte barras. Pero se ha corrido la voz y el ultramarinos está de moda, y más en un barrio con tanta vida como Ruzafa. «El panadero me riñó porque el viernes pasado tuve que volver a media mañana para llevarme otras 50 barras», asegura Antonia, que tiene la ayuda por las mañanas de su hija, que estudia por las tardes y en septiembre ya empieza las prácticas. «Tendré que buscar a alguien si esto sigue así», asegura satisfecha, después de toda una vida trabajando en la empresa de ventanas metálicas de su marido, y con ganas siempre de tener su propio negocio y su independencia.
Hasta ahora, apenas unos pocos sabían que en el Niño Llorón podía uno pedir un bocata. «Trabajadores de la zona, alumnos, y poco más», dice Antonia, que empezó en el negocio ayudando al anterior propietario, hasta que se jubiló y decidió quedárselo. «Hay gente que ha pasado veinte mil veces por la puerta y ni se había fijado», continúa, mientras sigue atendiendo, con mucho cariño, a una mujer del barrio que entra a comprar unos garbanzos secos a granel u otra clienta que se lleva unas conservas y algo de fiambre al peso. «En un rato aparecerán los chavales del colegio de aquí cerca. Vienen desde hace tiempo, también de Artesanos, y a veces me avisan para que cuando vengan ya estén preparados los bocadillos y no tener que esperar».
El Niño Llorón es un negocio centenario que comenzó a principios del siglo XX en el barrio del Mercado Central, y por aquel entonces vendía chocolate y café que llegaban de Puerto Rico. Sí, eran productos de ultramar, y de ahí el nombre con el que se llegaron a conocer, aunque el paso del tiempo y las nuevas costumbres les han jugado en contra y han ido desapareciendo. Pero ahí sigue, más de cien años después, el Niño Llorón, porque también un negocio de toda la vida puede reinventarse sin perder su esencia.
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