Mis almuerzos con gente interesante: Virginia Lorente, artista
Bocadillo de calamares y pepito de ternera en El Tostadero, con Valencia al fondo (y una excursión a la Albufera)
Virginia Lorente acepta en un parpadeo la cita en El Tostadero, el muy cañí bar de la avenida del Oeste. «A un bocata en el ... Tostadero siempre SÍ», con la última palabra en una entusiasmada letra mayúscula. Aguarda a la entrada del bar, ingresa como quien se pasea por el pasillo de su casa, curiosea entre la oferta y elige un pepito. Yo, el bocata de calamares. Dos botellines después, la charla desemboca en una playa situada en el corazón de la Albufera donde habitan Vázquez Montalbán, Nani Moretti y otras luminarias de nuestra cultura. A nuestro alrededor, fluye la vida habitual en este local que ejerce como paso de paloma del cercano Mercado Central pero es también un apeadero muy pertinente para practicar el hábito que recomendaba el inolvidable Mr. Pickwick de Dickens: entregarse a la observación detallada de la naturaleza humana.
Algún turista despistado se deja caer también por la barra de granito y sus veladores, a pesar de que ahora la finca presenta un aspecto poco confortable, tomada la fachada por los andamios. Pero da un poco igual: así dentro como fuera reina la Valencia fetén, que a ambos nos seduce por igual. Algo más a ella, tal vez, que ha dedicado más horas que quien esto escribe a la contemplación detallada de esa otra naturaleza: la identidad de una ciudad que le enamoró recién llegada de Sagunto y todavía conquista su corazón cada día.
Es esa misma Valencia que brilla al dictado de la luz otoñal que ilumina este mediodía el paseo detenido de quienes nos visitan y las prisas de quienes cruzan a toda velocidad, incapaces por el agobio de sus rutinas de hacer como ella: detenerse a maravillarse con el espectáculo de una ciudad y sus habitantes en movimiento. La calle Císcar donde tuvo su hogar, la supermanzana que rodea la calle Calixto III donde vive ahora, la Valencia de siempre que aún resiste… Memoria remota y presente que aparecen en la charla y se activa sobre todo cuando deja volar la imaginación, mira a mi espalda a un incierto punto situado en el horizonte y aparece la genial ilustradora que conmueve a quien observe las delicadas piezas que salen de esa cabeza que tiende a engañar: todo en ella parece placidez, asombro ante el mundo, pero en realidad se puede escuchar el sonido de esos mecanismos interiores que no dejan de crepitar. Donde usted ve una esquina vulgar, ella detecta un rincón memorable digno de ser inmortalizado. Y este anodino edificio de enfrente lo es solo en apariencia: cuando se filtre a través de su admirable olfato y acabada técnica, veremos como ella ve que tantas estampas cotidianas encarnan el sustrato de la vida genuina.
Hemos quedado en El Tostadero porque ella, muy activa en redes sociales para divulgar su arte, recordaba un día que fue el bar que eligió para un reencuentro familiar, un argumento que explica eso mismo: la familiaridad con que se desenvuelve por este angosto espacio cuya principal virtud consiste seguramente en permanecer fiel a sí mismo, a la estética del bar de siempre, en trance de desaparición así en Valencia como en el resto de España. La barra hace una U casi perfecta, allá al fondo se anuncia el lavabo, por una esquina ingresan los pedidos convertidos luego en gloriosos bocatas y, en efecto, los calamares saben también como los de toda la vida. Carnosos, de leve rebozado, resistentes al diente… Distribuidos sin cesar por los camareros que atienden tanto la barra como la terraza, desbordante de una parroquia que lleva abandonada a este manjar… y a esa clase de experiencia adosada a los bares que merecen la categoría de auténticos.
Este es el adjetivo más mentado por quienes comparten las bondades del Tostadero en redes sociales, que voy fisgando de camino al encuentro con la artista cuya obra equivale a un condensado de la agitada, proteica ciudad donde vive. Hablamos de Roma, por supuesto, porque la mención a Italia cuando sale Valencia en la conversación parece inevitable. Y acabamos navegando a bordo de una fantasía compartida hasta el centro del lago de la Albufera. Ella, en su propia barquita; yo, en la que guía mi amigo Cipri. Los dos cerramos un segundo los ojos. Cuando salimos de nuevo a la superficie, Valencia estaba ahí.
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