Las intensas rutinas del pirata
El matador jerezano se arrodilla ante la Virgen de los Desamparados por la mañana. Luego se viste de blanco y oro mientras va domando el miedo entre mil fetiches
fernando miñana/txema rodríguez
Miércoles, 16 de marzo 2016, 21:02
«Señores, mucha suerte a todos y que viva la Virgen del Rocío». Un banderillero rompe el silencio desde una esquina de la furgoneta que avanza desde el hotel hasta la plaza del toros. A su lado, Juan José Padilla ladea la cabeza de un lado a otro mientras toquetea una cita con una imagen de la virgen. Tics nerviosos en un viaje de ida donde nadie tiene la certeza de que haya una vuelta. Así de cruda es la tauromaquia. «En los trayectos cortos no da tanto tiempo a que te entre el miedo», bromea el matador para aliviar la tensión. La cuadrilla baja del vehículo y escolta al maestro. Todo el mundo quiere una foto con él mientras le llueven gritos y halagos desde ambos flancos. Cuando los aficionados rodean al torero con el brazo por encima de los hombros, los subalternos se los bajan con brusquedad. Hace 48 horas Padilla estaba postrado en la cama de un hospital después de una nueva intervención en el ojo con anestesia general. Tiene una herida debajo del lóbulo izquierdo y con eso no se juega. Es la hora del pirata.
La mañana ha sido más plácida. El día que hay corrida la tensión se va caldeando a fuego lento hasta que dan las cinco y un toro arranca hacia el albero. El estómago no pide pan y el desayuno, pese a que Padilla sabe que no habrá comida -por si tuvieran que anestesiarle por una cogida-, es más bien frugal teniendo en cuenta que esperan 10 horas en ayunas. Una café, un Cola-Cao y unos copos de avena. Nada más hasta la noche.
El diestro da los buenos días hecho un pincel. Un cuerpo de atleta embutido dentro de unas botas marrones, unos tejanos pitillo, una camisa azul claro debajo de un chaleco por el que asoma una bonita corbata. Sesenta y ocho kilos de fibra. Las patillas, que luce en honor de Paquiro, un torero del siglo XIX, parecen esculpidas. Está de buen humor después de un sueño reparador. «Cuando no se duerme es después de la corrida. Si triunfas, siempre quedan cosas por corregir. Y si no has triunfado, los dolores de cabeza son bastante agudos...».
Por los puños de la camisa desbordan varias pulseras. La Virgen del Rocío, un escapulario, un rosario, imágenes de la Virgen del Pilar, de San Benito... Del cuello cuelgan crucifijos y más imágenes. Una colección que tintinea mientras se abre la camisa para mostrarlas. Padilla, el hombre que sobrevivió a una cogida terrorífica, un cuerno entrando con violencia por el pómulo y saliendo la cuenca del ojo, aquella imagen imborrable del fotógrafo oportuno, certero como el toro, es un hombre muy creyente. Aquel «percance» -la única palabra que utiliza para referirse a aquel día de escalofríos- le cambió la vida. 'Marqués' le arrebató un ojo, pero,le lanzó a la fama. Cuatro años y medio y 311 corridas después lo tiene claro. «Me ha dado más que me ha quitado, sin duda, y ahora no me hubiera importado que hubiera pasado cinco años antes».
En el hospital ingresó un Padilla casi desconocido. De allí salió un fenómeno de masas. Uno de los rostros más conocidos del país. Todo el mundo quería ver a aquel torero milagroso. Las entradas volaban cuando se anunciaba al pirata. Su caché subió y las corridas se multiplicaron. «Ahora me noto mucho más querido. Me emociono cuando alguien me para por la calle para decirme que no es taurino pero que rezó por mí y por mi recuperación».
La hora de la verdad
No alardea. Padilla decide ir del hotel, al lado de la plaza del Ayuntamiento, a la Basílica a poco más de una hora de la mascletà. Las calles están atiborradas de gente que lo reconoce. Le piden fotos sin cesar. El jerezano atiende a todos sin quitarse las gafas de espejo.
Las sonrisas desaparecen cuando se arrodilla a los pies de la Geperudeta. El maestro adopta actitud solemne. Cruza las manos, baja el mentón y reza, dialoga, le pide ayuda para la lidia. Es la hora de regresar a su guarida, a la misma habitación que viene ocupando desde hace quince años. Antes de entrar en el hotel se detiene un rato a charlar con Morante de la Puebla, el antitorero, una especie de Calamaro que viste beisbolera y luce melena de roquero. Se abrazan, se besan y ríen abiertamente.
Se acabó la cháchara. No se puede postergar más el momento. Ahora toca recogerse, chafar la oreja y hablar con Lidia, su mujer, cuando le llame por teléfono para despertarle. Quizá unas palabras con Paloma, su hija mayor, de once años, taurina hasta la médula, la niña que le ha acompañado por las todas las plazas de España, Francia y México, que se conoce el escalafón y que fue determinante en la decisión de volver a los ruedos. Martín, en cambio, de nueve años, solo tiene ojos para el fútbol. Parece que habla con él cuando se le oye desde la habitación: «Gracias por brindarme uno de tus cuatro goles. Yo ahora voy a tratar de brindarte una orejita, o dos a ser posible. Te quiero».
Son las 15.30 horas y ya escasean las bromas. La oftalmóloga María Dolores Laiseca ha venido a Valencia adrede para limpiarle la herida y revisarle el ojo. La habitación está a 26 grados y Juan Muñoz, su mozo de espadas, suda la gota gorda para vestirle, para ajustarle «la armadura», como él llama a un vestido blanco y oro que ha elegido porque completan la terna dos jóvenes «y hay que destacar». Le acompañan el ayuda, José Manuel; un amigo llamado Cristian, y Diego Robles, su apoderado. La capilla con el Cristo de las penas de la Hermandad de los judíos de San Mateo ya está montada al lado de mil fetiches. Suena el móvil. Es Eloy Cavazos, el último torero mexicano que cruzó la puerta grande de Las Ventas. Le desea suerte. Un detalle que agradece. Hay que irse. El vestíbulo huele a perfume caro. Pero él solo huele el miedo. Los toros esperan.