Valencia hace cien años, como nunca se había visto
Una exposición sobre el fotógrafo Vicente Gómez Novella rescata la memoria de una ciudad desaparecida a través de imágenes inéditas hasta ahora
Hay una Valencia canónica que más o menos todos sus habitantes conocen. La actual pero también la ciudad que nos legaron nuestros antepasados, con cuya ... estampa estamos familiarizados gracias a ese maravilloso invento: la fotografía. Imágenes del ayer nos recuerdan quiénes somos porque desvelan quiénes fuimos, según una lógica que opera igualmente para conocer las entrañas de la ciudad. Sus principales monumentos, los hitos históricos más memorables e incluso la imagen que presentaban sus hijos más importantes pueblan archivos y fondos documentales, se publican en libros y periódicos y hasta sirven para confeccionar carteles o tazas de desayuno, con alguna señalada excepción. Todavía (¡Todavía!) asistimos a milagros como los recién ejecutados por una pareja de santos civiles llamados María José Rodríguez y José Ramón Sanchis, profesionales de gran prestigio en el ámbito archivístico que bajo la tutela de Foto Club Valencia han montado una impresionante exposición en las salas de la Fundación CAM, popularmente llamada Llotgeta. Impresionante porque ayuda a conocer la increíble historia del autor de los 150 retratos tomados entre 1905 y 1934 que cuelgan de sus paredes, el fotógrafo Vicente Gómez Novella (1874-1956), que firmó su arte hace más de un siglo. E impresionantes sobre todo porque sus imágenes revelan un tesoro desconocido: una Valencia hasta ahora inédita.
La admirable proeza de la pareja de comisarios de la exposición obedece a una suma de azares, que sumadas a su acreditada pericia dan como resultado este recomendable descubrimiento. Vemos una Albufera distinta a la contenida en otras fotos antiguas, detalles de la vida corriente de por entonces, las piezas que el autor capturaba en sus viajes por la provincia y más allá, con predilección por la cercana Teruel donde solía ir de cacería, o también las imágenes nunca vistas de su puerto, la plaza del Temple o los baños en la playa. En una de esas fotos al pie del mar aparece el propio retratista. Es una de las imágenes fetiche de la exposición, porque en ella se deposita una ingente cantidad de información: Gómez Novella aparece en primer plano, mirando hacia la cámara en compañía de sus familiares, un grupo de mujeres ataviadas como él según la moda de la época y un par de niños de los cuales el menor parece ser la estrella de la imagen. Con él bromea el protagonista de estas líneas, con una sonrisa que se le descuelga del semblante risueño, presidido por un mostacho muy años 20 y un elegante sombrero que hablan de Gómez Novella como el gentleman valenciano que fue en vida.
¿Quién era en realidad el artífice de estas increíbles fotos que tanto conmueven a quienes visitan la exposición? Rodríguez y Sanchis recuerdan en el catálogo que nos encontramos, en efecto, ante uno de los prohombres de la Valencia de su tiempo. Propietario de uno de los raros coches que circulaban entonces por nuestras calles, médico de profesión, inventor e vocación y seguidor de cuantos avances científicos que se empezaran a diseminar por España; entre ellos, por supuesto la fotografía. Gómez Novella destacó en la sociedad valenciana de la época como miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en su otra de sus facetas: la condición de pintor. Una afición que distingue por cierto gran parte de su obra fotográfica: ese mirada pictoricista, muy plástica, que se observa en detalles como la composición de algunos de sus retratos, muy meditados. O en el aire que transpiran sus instantáneas tomadas en sus excursiones al campo o la sierra turolense, sus marinas que lejanamente recuerdan al gran Turner o a nuestro Sorolla. Detalles singulares de su estilo que conviven con una perfeccionadísima técnica, como subrayan los comisarios de la muestra. Recuerdan a este respecto que Gómez Novella se llevó en el año 1906 el Gran Premio de Honor en el concurso nacional de su tiempo y señalan su ingenio como maestro en uno de los formatos más complicados de este oficio: las placas estereocópicas, que permiten extraer imágenes en tres dimensiones de cuanto se sitúe en su objetivo y que, en su caso, contribuyen al éxito de la misión que tal vez se encomendó a sí mismo: convertirse en cronista gráfico de la Valencia donde nació y vivió.
Misión cumplida… gracias a la buena estrella que anima el contenido de la exposición. Una coalición de casualidades que apelan al linaje milagroso que puso a Rodríguez y Sanchis sobre la pista de un tesoro que guardaban en su hogar los descendientes de Gómez Novella sin haber reparado jamás en la importancia de semejante botín. Ignacio, biznieto de una hermana de nuestro héroe, guardaba el valioso fondo documental en formato cristal que cayó en manos de su cuñado Emilio Andrés, miembro del Foto Club. Fue quien pronunció la famosa palabra (Eureka), avisó al resto de miembros de la entidad, agitó la curiosidad de los comisarios de la exposición y activó sus pesquisas. Con final feliz. Las imágenes, digitalizadas y documentadas no sin un esfuerzo casi homérico, se incluyen también en el catálogo de la exposición una vez salvada la aduana principal de sus indagaciones: atribuirlas sin género de dudas a Gómez Novella. Superada esa fase, gracias a la abundante información histórica sobre las andanzas de un fotógrafo que presumió en vida de su amistad con otros grandes de la época como Blasco o Benlliure, llegó la hora de fijar para la posteridad de qué Valencia hablamos cuando observamos sus fotos. Detalles que escapan incluso a un ojo bien entrenado les permitieron a ambos, sin embargo, determinar con precisión científica que la ciudad que vemos en sus fotos es esa Valencia que más o menos cualquiera conocía pero que alcanza ahora una dimensión distinta.
Ocurre que la mirada de Gómez Novella, a la vez pícara y rigurosa, profesional pero también un punto guasona, depara enfoques sorprendentes, con su punto de magia. En esas 265 placas de vidrio se imprime un sello muy particular, recorridas en la exposición por un criterio a la vez cronológico y geográfico. Sus incursiones fuera de Valencia ocupan varios de los muros pero es inevitable que nuestra vista se dirija de modo recurrente a las piezas colgadas en la sala donde vemos una ciudad casi desconocida hasta ahora. Sus delicadas imágenes con la plaza del Mercado como protagonista o las que recuerdan a las Rocas del Corpus, por ejemplo, observadas con una sensibilidad muy fina, como es también el caso de sus sugerentes obras sobre la Exposición Regional o la Feria de Julio. En todas prevalece un suave sentido del humor, cierta ingenuidad: como si el autor quisiera compartir su asombro con nosotros, su sorpresa ante los misterios de la vida corriente que retrata sin otra pretensión que la de tantos fotógrafos del momento: avanzar en el conocimiento científico, pero a la vez compartir sus hallazgos con sus contemporáneos y quién sabe si aspirar a que un día esos casi 300 cristales que componen su obra conocida, arrumados en las cajas de un descendiente, llamaran la atención de una mano anónima, activaran el interés de profesionales de la talla de Rodríguez y Sanchis y se obrara en efecto el milagro. El feliz prodigio de recorrer con nuestra mirada la Valencia de hace un siglo como nunca la habíamos visto.
(La exposición en la Fundación CAM de Valencia se puede visitar hasta el 23 de agosto con el siguiente horario: de martes a sábado de 11 a 14 horas).
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