La muerte y la dimisión son hechos excepcionales en España. Lo de palmar supone una dentellada inevitable que nos alcanza antes o después, sin embargo cuando suenan las flautas que desgranan la melodía de la dimisión el personal suele colocarse de perfil, capear el temporal y aferrarse a la poltrona. Ya llegará la calma tras la tormenta.
Un descalabro de semejante magnitud exigía su peaje de sangre, sólo que no estamos acostumbrados al trance. Los más jóvenes andan confusos porque no recordaban a un político dimitiendo. Lo que en otros lugares es práctica habitual, higiénica, saludable, aquí no deja de ser un arrebato locoide que convierte lo ordinario en extraordinario. Aquí prima el deporte del cambio de chaqueta, marcharse de un partido a otro ofreciendo cierto melodrama, agarrarse al escaño para seguir cobrando el sueldo, traicionar los colores a cambio de una futura, lucrativa asesoría. Albert Rivera se convierte, pues, en el primer finado de la nueva política, y eso tiene el mérito del pionero que abre un nuevo camino. Se marcha de la corrala política y en este gesto le reconocemos sus agallas. Le perdió, como a tantos otros, la soberbia. Comenzó desde la nada enfrentándose al independentismo furioso y consiguió progresar a base de machetazos. Pero no tenía otro remedio, sólo la dimisión le concede redención y por eso, gracias a esa elegancia final, se le recordará con simpatía. De todas formas hay algo que no me cuadra: ¿cómo en tan sólo unos pocos meses evolucionó de gran esperanza blanca a objeto continuo de chanzas y burlas? Desde luego somos un pueblo cruel que se engancha a las campañas que trituran al prójimo, recuérdese la masacre que sufrió el ministro Morán situado en el epicentro de cientos de chistes zafios. Albert Rivera, exterminado por estos tiempos urgentes y salvajes.