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El presidente del Gobierno bajó ayer a Elche y respecto a su mala racha y el fulgurante ascenso de Ciudadanos dijo «no somos unos aficionados, somos el primer partido de España, el que tiene más militantes... hacemos políticas que crean empleo, somos un partido de oportunidades y no de oportunismos... los experimentos con gaseosa se los dejamos a otros». Todo eso sin mencionar al contrincante naranja, pero con la sensación extendida de tener a Albert Rivera literalmente en el cogote. La situación es nueva para los populares, de ahí la incertidumbre que les genera. Ciudadanos, desde su triunfo arrollador en Cataluña, le come terreno al PP a gran velocidad y en un doble sentido. Lo hace desde su propia orilla ideológica y además se ha convertido en el buque principal de oposición al Gobierno, por encima del partido socialista. Resulta sorprendente y desconcertante. Y muy peligroso para la hegemonía popular. Rajoy, con su concepto sistémico de la política, siempre prefirió al PSOE como adversario e interlocutor. El enfrentamiento electoral entre dos fuerzas clásicas y antagónicas viene a ser simple en función de cómo bascula la mayoría social en cada época y a la hora de los grandes pactos también el entendimiento es más sencillo, previsible (y provechoso para ambos). Por eso, el PSOE siempre fue su primera opción a la hora de pactar la investidura, ignoró a Ciudadanos cuanto pudo porque le repele y porque sabía que todo se volvería muy complicado («un lío»). En conversaciones de confianza, el líder del PP no ocultaba sus preferencias: «es que con el PSOE será más fácil hacer las reformas que hay que hacer, incluso más fácil que con una mayoría absoluta del PP». Pero eran los tiempos del «no es no» de Pedro Sánchez y ahí estaba Rajoy con esa querencia suya a huir de los riesgos o al menos compartirlos.

Seguro que no miente cuando cree que asistimos a un suflé que acabará por bajar. Ya pasó con Podemos y su presión a los socialistas. Seguro que piensa que la ciudadanía al final reconocerá su trabajo; los frutos de la mejoría económica, el respeto de los socios de la UE por la estabilidad de España cuando lo tenía todo en contra, y hasta la acción gubernamental para frenar el golpe de estado en Cataluña. A fin de cuentas, siempre ha sido infravalorado por los líderes de opinión y casi siempre ha salido airoso de sus percances. La cuestión que no pocos se plantean, incluso en los meandros del PP, es si esos éxitos políticos de Rajoy, benéficos en términos de supervivencia personal, han sido además positivos para España o al menos para su partido. Muchos apuntan que sólo Rajoy y nadie más ha sacado partido de esa manera suya de ejercer el poder a fuerza de quietismo. En cada crisis, Rajoy se queda parado, como una estatua, pero a su alrededor, arde Troya y sus colaboradores se abrasan.

Desde Valencia se conoce rematadamente mal al presidente del Gobierno y de ahí que no logremos tocar balón en ninguna jugada importante. Se le considera como el mayor representante del poder central, del Gran Madrid, de la potencia centralista devastadora que todo lo cubre. Cuando Rajoy es un provinciano que ejerce como tal, un señor de Pontevedra, y a mucho orgullo oiga. Madrid nunca le ha entendido tampoco, ni lo ha aceptado como uno de los suyos, y Rajoy siempre ha sido un descreído del poder madrileño y de sus familias y oligarquías; a las que ha tratado con corrección y distancia. Y esas familias de la prensa, de los grandes despachos, o del ibex, lo interpretan como desdén. Nadie más ajeno a las oligarquías. Nunca ha tenido aliados en las élites del poder, salvo uno estrictamente: su partido. Llegó a la cima sin deberle nada a nadie ajeno al partido y por tanto no siente deudas con terceros. Por lo mismo, tampoco recibirá auxilio de necesitarlo. Rajoy se debe al partido y por otra parte el partido es ÉL. En el PP no queda nada exógeno al marianismo, nada de nada; el mito de los barones no es un mito, es una broma, y los apparatchiks de Génova funcionan más como ejecutivos fieles de los Botín o de la Telefónica. Curioso que un tipo cuyo liderazgo adolece de aparente mano dura o autoritarismo haya moldeado la organización totalmente a su gusto; muchísimo más que José María Aznar. Y cuando toque hacer la transición, el PP lo tendrá mucho peor que en su anterior renovación, porque entonces contaba con más referentes con proyección y personalidad específica que ahora. Aznar ni disimula. Hace meses presentó a Rivera en uno de sus foros como el nuevo representante del centroderecha español y cuando a los pocos días comió con los que compartieron con él presidencia en Castilla y León (Lucas, Posada...) no quiso retractarse. Algo después, preguntado por un viejo amigo sobre esa inquina a su sucesor, todavía fue más explícito: «no te engañes, el PP que tú conociste ya no existe».

Rajoy se parece poco a Aznar, lo que no lo hace mejor ni peor. Aznar quiso dejar una impronta a fuerza de cambiar lo que se encontró, con firmeza y pocas contemplaciones. Rajoy es un conservador instintivo. Es su carácter. Sus ansias reformistas están muy limitadas en función de un arraigado sentido práctico, para huir de los famosos «líos» o no provocar problemas mayores de los que se pretenden solucionar. Esa puede ser la base de su inmovilismo temperamental. Se recluye en unas pocas ideas claras, más enfocadas a la conducta social que a la acción política. Y lo defiende con un vocabulario coloquial supuestamente templado y sensato, no exento de pullas irónicas. De ahí su paciencia infinita, o cachaza, su apuesta por los giros sutiles y su afán bipartidista. Renunció tras su aplastante victoria de 2011 a las grandes reformas porque no venían al caso con una sociedad tan exasperada. Y llegó pronto a la conclusión de que en lugar de ajustar las administraciones a los nuevos tiempos le resultaba más fácil impulsar la actividad econonómica para llegar a los veinte millones de cotizantes (está cerca de conseguirlo) y de esa manera financiar el coste de las administraciones, incluyendo el coste de sus numerosas ineficiencias pero a cambio de no tocar las narices a nadie.

Ahora Ciudadanos se le ha disparado, ya veremos si para siempre o no. Los críticos encubiertos temen que el PP se deshaga como le pasó a la UCD, de un día para otro. Está por ver si en realidad Ciudadanos no es el nuevo PP, sino tan sólo el CDS del último Suárez, flor de unos días. Ahora empezamos a ver una lucha entre lo viejo y lo nuevo; unos ven en lo viejo estabilidad y garantía, otros un profundo desgaste. Unos ven en lo nuevo energía y renovación, otros oportunismo y peligros. Lo más probable es que todo acabe en un punto intermedio. El espacio del centroderecha ha dejado de ser monopolio exclusivo de una marca. Por primera vez se difunde soterradamente el debate de si Rajoy debería abandonar, dar paso a un Feijóo, alguien que le sirva al PP para recuperar el voto de los menores de cuarenta años. Los procesos judiciales abiertos son un lastre para el partido, pero también una rémora para que los actuales dirigentes, incluido Rajoy, den un paso atrás mientras no se cierren los casos abiertos, puesto que quedarían sin blindaje. A mediados de 2016, Rajoy lo tenía muy claro y así se oyó en el comedor de Moncloa: «yo voy a seguir en política y anunciaré lo contrario al día siguiente de dejarlo». No antes. Su partido no le pedirá nunca algo así, las elecciones autonómicas serán un examen determinante. Entonces se verá si las urnas, como una especie de Mestalla, le sueltan al líder del PP eso tan socorrido de «Mariano, vete ya». O no.

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