Donde fuimos felices
Diario de un paseante ·
Para llegar al estadio del Arsenal hay que cruzar junto al viejo Highbury y su fascinante tribuna art déco. Es un contraste atroz. El presente ( ... esa cancha que desde fuera parece un hipermercado de segunda o un aeropuerto de tercera) carece de misterio, mientras que su antecesor conserva ese aire patricio que nos enamoró de críos, cuando vimos por la tele al equipo que alguna vez chocó contra el Valencia. Brady, Stapleton y el resto de muchachos sudaron también la camiseta en Mestalla: en ellos pienso mientras me dirijo al templo de la fe valencianista y recuerdo otras citas gloriosas en estadios de estética también mejorable pero dotados de un encanto superlativo.
Y me viene a la memoria el viejo Atocha y sus goteras, el antiguo Sadar, tan macizo, el venerable Luis Sitjar, con su tribuna desgalichada situada a la altura de la luna, o ese vejestorio llamado Mendizorroza que aún resiste. Hasta los nombres tenían poesía, el tipo de lirismo que atesora esta mole, achacosa tal vez, que sin embargo custodia un tesoro: la religión del valencianismo dispone de una feligresía incondicional que se perdería en caso de emigrar a ese bodrio erigido en medio de todo y de nada.
Si Mestalla sucumbiera, su parroquia vería amputado su sello diferencial, concluyo: sería como renunciar al paraíso, a ese recodo de nuestro corazón donde fuimos de verdad dichosos, sin que importe a estos miles de creyentes en su recuento sentimental tantas tardes de hastío comiendo pipas, las derrotas más dolorosas o los trances más amargos.
Todo ese puré de recuerdos latirá toda la vida en su corazón tan blanco y negro, un sentimiento que se hurta a quienes piensan que el fútbol es esa cosa que juegan unos señores en calzoncillos. Pobres diablos. Lo ignoran todo sobre sí mismos, sobre la capacidad del ser humano para que reine la belleza entre el dolor: la última vez que vine a Mestalla, mi Logroñés perdió 4-1. Y fui feliz, pero no lo sabía.
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