Mestalla, el viejo y el nuevo
1923 y 2007-¿?
Rafa Lahuerta Yúfera
Escritor
Jueves, 6 de noviembre 2025, 17:33
Mestalla y el amor propio
Empecé a escribir para despedirme de Mestalla a mi manera, con cierta voluntad de lucidez, lejos del sentimentalismo habitual y sus trampas retóricas. Nunca tuve más ambición que esa, escribir la carta de amor definitiva al país de mi infancia. Comprendí que la literatura es un viaje sin retorno a los lugares donde la felicidad y la memoria inventan la fe, un espacio de intimidad, más que de efusión colectiva. Yo nunca tuve fe en nada que no fuera convertir en palabras las ausencias y los adioses, los testimonios que me enseñaron a vivir.
No necesité dar la vuelta al mundo para encontrar El Aleph. Me bastó con asomarme a la esquina de la calle Gorgos y seguir el rastro de las migas de pan que mi padre dejó caer aquella primera tarde en que me legó su pasión. En apariencia, no era la más saludable de las pasiones, ni la que más beneficios espirituales podría proporcionarme, pero era la suya. Esa epifanía validó el amor y la lealtad, pero también el compromiso y la responsabilidad.
Mestalla me enseñó lo más importante: a prestar atención. Llegado el momento, nunca entendí que un grupo de iluminados decidieran ponerle fecha de caducidad a nuestra casa. O sólo pude entenderlo en base a la enfermedad metafísica que anida en el corazón de esta ciudad desde hace décadas: el olvido, la frivolidad, la falta de amor propio. Nunca pude entender que nadie con poder real viera lo que tantos y tantos hijos de la general de pie veíamos a ciegas: la grandeza de Mestalla, su valor icónico, su mitología tan evidente, su inmensa potencialidad narrativa y por tanto inspiradora. Bastaba con prestar un poco de atención, sólo eso.
Bastaba con aprender a querer lo que se es sin necesidad de epatar o sublimar complejos de nuevo rico con ínfulas. Habitaba el templo de la avenida de Suecia una memoria por encima de cualquier impostura, que nunca tuvo ideología o clase social porque siempre fue inocente y transversal, construida con el tesón y el amor desinteresado de muchos hombres buenos. A esos hombres buenos, la fábula mercantil y sectaria de los nuevos tiempos los arrolló sin remisión.
El resto se sabe. Dejaron que las ruinas amortajaran nuestra casa en nombre de un futuro mejor, esa falacia de la depredación. La promesa de otro estadio más grande y confortable es la zanahoria de la codicia, la principal franquicia de la miseria moral. Nunca fuimos a Mestalla por la comodidad, ni siquiera por la gloria. Era otra suerte de milagro el que nacía de la grada y su fervor.
La pirotecnia nos explicaba mejor que todos los tratados de marketing anfetamínico que han fagocitado la realidad hasta construir una peligrosa simulación donde la vida se conjuga sin más espontaneidad que la ritualización del comercio teledirigido y la nostalgia enfermiza que pretende ocupar el espacio de la verdad. Es todo al revés. Nos robaron las palabras de la fe para adecuarlas al simulacro de su negocio. Sigo pensando en mi padre y por eso hace años que ya no voy a Mestalla. Renuevo mi pase de socio, pero no voy. Me paraliza la idea de asomarme a la grada y convertirme en cliente de lo que siempre fui propietario. Llevo mal esa traición, lo reconozco.
Había un mantra que escuché en casa una y mil veces: al Valencia hay que ir a servir, nunca a servirse. Creo que me hice escritor para amortiguar la impotencia y no vender mi alma a ese diablo de la modernidad que nos quiere gregarios y confundidos, sumisos y adocenados, entregados al único dios del «Es lo que hay». Me duele pensar que detrás de tanto amor sólo hay melancolía o cinismo. El dinero lo mancha todo y el dinero es el único motor de la tropa infame que manda en el Valencia CF. No es sólo culpa suya. No soy tan ingenuo. No fuimos ejemplares como sociedad. Nos faltó inteligencia y convicción, sobriedad y equilibrio para aguantar las embestidas de los buitres y los vendedores de humo. Teníamos un templo consagrado a la memoria, el mejor templo posible, y nuestras élites mediocres, las élites mediocres de siempre, lo cambiaron en el mercadillo de las apariencias y la fanfarronería provinciana. Es un mal muy valenciano.
Teníamos un templo consagrado a la memoria y nuestras élites mediocres lo cambiaron en el mercadillo de las apariencias y la fanfarronería provinciana
Definen nuestra historia moderna con precisión. Insisto: élites mediocres, élites sin amor propio, élites por ilustrar. No hemos tenido suerte con quienes debían perfilar y agigantar el mito. Siempre les vino grande el poder de construir identidad y memoria, sociedad civil. Como metáfora explica la ciudad y el país, su incapacidad para levantarse por encima de los tópicos y las frases hechas. La Malquerida, dijo una vez Rafael Chirbes. También el Valencia ha sido un club mal querido por sus dirigentes y por muchos de sus aficionados. La primera exigencia del amor es la conciencia de saber quién eres, de dónde vienes, cuáles son tus limitaciones. Como tantas otras veces, los lúcidos se quedaron predicando en el desierto.
Es una constante histórica: no sabemos validarnos, no hemos aprendido a querernos bien. Al menos como aspirante a escritor, nadie podrá robarme mis palabras, las que nunca dejarán de ver Mestalla como lo que siempre fue: el lugar donde mi padre me enseñó a resistir, a gestionar la frustración sin perder de vista la importancia de saber quién eres frente al espejo, a no comprar el humo de cualquier vendedor de miseria futura. Ni siquiera, ahora lo sé, era la pantomima del orgullo; era algo mucho más importante: amor propio.