«Tengo dos hijos con mi vocación policial. Más que miedo, siento un gran orgullo»
Una familia valenciana con tres miembros en la Policía Nacional revela cómo ha cambiado la profesión y la calle en dos generaciones
Si existe un gen policial la familia Caballero lo tiene. El inspector jefe Francisco Javier Caballero es padre de dos hijos. Javier, de 41 años ... ha seguido sus pasos en Valencia. Trabajan en la Jefatura Superior. Su hija, de 37, también es policía. «Con esta profesión te vuelves protector y temes mucho por los tuyos, pero con ellos siento más bien orgullo de que sigan esta vocación de ayudar y proteger a la gente», valora.
Los tiempos han cambiado. «Mucho», anota Caballero. «Pasamos de ser militares a civiles, a ganar más derechos, a trabajar cada vez con mejores medios...». El padre vivió bajo el yugo etarra, que convertía a cualquier agente en un objetivo.
Pero el mal cambia sus formas. «Hoy tenemos mil formas de estafas, mucha violencia en la calle y, por suerte, las mujeres se han hartado de años de silencio, hay más conciencia y por fin denuncian los malos tratos o violaciones», coinciden padre e hijo. Les preocupa «la falta de educación, de respeto a la autoridad. Ahora algunos delincuentes insultan, se resisten y hasta te agreden».
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Ser policía forja un carácter, detallan: «A veces, hasta fuera de servicio, estás atento, vigilante ante detalles sospechosos de la gente», confiesa Javier. «Te vuelves observador, miras a los ojos, los movimientos de las manos...». Pendientes de cualquier asomo de peligro. Con o sin uniforme. Y «muy protectores con la familia, preocupados por si las cosas terribles que vemos a diario en la calle nos pudieran también llegar de algún modo».
El inspector jefe, hijo de mecánico y ama de casa, atesora ya 43 años en la Policía Nacional. Ha vivido los cambios de armas, o de vehículos patrulla: «El Seat 131, el Talbot, el Citroën BX, el Picasso...». Y agradece mucho la evolución de la uniformidad y equipos: «Cuando empecé llevábamos transmisores más grandes que una botella y fallaban a veces. Íbamos con una chaqueta guerrera de tres cuartos, gorra de plato, corbata con pasador y camisa. Te asabas en verano».
Hoy trabajan con modernos equipos digitales y señales blindadas ante escuchas indeseadas. Hasta principios del milenio, los periodistas de sucesos lograban sintonizar sus comunicaciones para conocer dónde estaba la noticia y llegar con premura a los asuntos más graves. El problema era que los 'malos' hacían lo mismo con intenciones puramente delictivas. También la uniformidad de calle (sudadera, pantalón y botas) es mucho más ligera, flexible y meditada para moverse con soltura y guardar con comodidad los utensilios de trabajo.
Servicios policiales que dejan huella
Son dos generaciones a la orden del 091. En la memoria del padre queda uno de muchos servicios: el del suicida al que convenció en Valencia tras dos horas de diálogo en una terraza. «Acabó diciéndome que no se tiraba, pero sólo si yo me iba con él y le acompañaba al hospital». Logró ese complicado 'feeling', esa sintonía humana con la que tantos policías evitan tragedias o, en otras tesituras, tener que desenfundar el arma. «Aquello me marcó», reconoce el inspector jefe, destinado en la Unidad de Coordinación Operativa Territorial (UCOT).
Javier, el hijo, trabaja hoy en el mismo departamento que el padre. Pero ha pasado la mitad de su vida en patrullas y motos, pisando la calle por la seguridad ciudadana. «El ejemplo de mi padre caló mucho. Yo también estuve en el Ejército«, recuerda.
Recientemente, esa intuición policial, esa entrenada costumbre de fijarse en los detalles sospechosos, llevó al agente al arresto de un estafador alemán que amasó aproximadamente un millón de euros. «Hacía movimientos extraños, le registramos y llevaba monedas de varios países. Una inspección en su casa demostró todo lo que había detrás». Y hasta acabó entrevistado por la BBC por su papel en el caso.
Muchos agentes lidian con el peligroso efecto de las drogas. Como aquella ocasión en la que, junto con compañeros, tuvo que reducir a un joven de 18 años después de que sus padres pidieran auxilio. «Iba a 1.000 revoluciones. Se resistió e intentó quitarnos el arma. En ese instante lo ves claro: si lo logra puede pasar una desgracia. Hay momentos en que te va la vida en un instante, en un movimiento», resume.
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