«La edad no nos quita la risa»: Victoria y Carmen, payasas y hermanas, desarman prejuicios desde Valencia
La pareja ha hecho del payasismo una vocación tardía pero inagotable, desde hospitales y residencias hasta escenarios y asociaciones ·
La nariz roja brilla bajo la luz blanca de una residencia. Una persona mayor sonríe tímidamente mientras una mujer de pelo corto juega a simular ... que la silla de ruedas es un coche de carreras. «Ponte cara de velocidad», le dice. Un pequeño ventilador de mano sopla el pelo de la residente y, de pronto, la habitación se llena de risa. La payasa es Victoria, y su forma de acompañar es sencilla pero radical: devolver dignidad y juego allí donde hasta el humor parece prohibido.
En el patio de una asociación cultural, otra escena. Sobre un escenario improvisado, Carmen, con 76 años y muletas, se coloca la nariz roja y habla, desde el clown, de su experiencia con el cáncer. Frente a ella, mujeres de distintas edades abren los ojos, conmocionadas, y poco después se lanzan a contar sus propias historias. Porque Carmen sabe que el payaso no es sólo un recurso cómico: es una herramienta para abrir grietas en muros de silencio. Esa es la historia de dos hermanas nacidas lejos en el tiempo pero unidas en la vocación: demostrar que el arte, la risa y la vulnerabilidad no caducan.
Victoria nunca planeó ser payasa. Era trabajadora social y había dedicado gran parte de su vida a los demás. El giro llegó al cuidar a su madre, que comenzó a mostrar síntomas de Alzheimer: «Estaba siendo muy duro acompañarla, y además sentía que yo también me hundía. Para mi cumpleaños me regalé un curso de clown. Fue tan liberador que decidí repetir. Me devolvió la vida». A partir de aquel 2017, la vocación se convirtió en camino. En un principio, para ella misma: una vía terapéutica frente a la perfección y la autoexigencia que le habían acompañado siempre. «Yo era muy seria, muy perfeccionista… El clown vive desde el fracaso. Descubrí que equivocarse no es un desastre. Es liberador. Y eso me ha cambiado hasta mi forma de relacionarme con los demás».
De la formación a la acción. Con otras compañeras creó un pequeño colectivo que intervenía en manifestaciones o espacios culturales. Más tarde llegó Payaso Hospital, primero como voluntaria y después tras superar el casting que le permitió entrar en planta. Allí comprendió que su oficio consistía en algo más delicado que hacer reír: «En el hospital no te ríes de las personas, te ríes con ellas. Si alguien no entra en el juego, paras. Es sobre todo respeto. El clown pone el foco en las potencialidades de la persona, no en su enfermedad». También en residencias. Entre sus recursos preferidos: llevar un ventilador para fingir carreras con usuarios en silla de ruedas. O improvisar canciones en medio de pasillos rutinarios. Alguna vez le han reprochado que «ya no tiene edad para esas tonterías». Su respuesta también en clave payasa: «Pues no sé si hago demasiadas o demasiado pocas».
«En el hospital no te ríes de las personas, te ríes con ellas»
Victoria
«No hay edad ni condición física que te impida hacer clown»
Carmen
La historia de Carmen es distinta, más larga, atravesada por décadas de compromiso cultural. Nacida en Teruel y criada en Valencia, estudió en la Escuela de Comercio y en Relaciones Laborales. Pero en paralelo se formaba en Arte Dramático. «Cuando yo estudiaba teatro en Valencia, había papeles prohibidos para mujeres. Textos de Neruda, por ejemplo, no podíamos declamarlos porque eran 'de hombres'. Así funcionaba entonces». Su rebeldía la llevó a formarse en Madrid y Barcelona a escondidas. Años después fundó escuelas municipales de teatro y participó en compañías de calle, performances y títeres. El contacto con colectivos como Falaguera Teatre despertó su curiosidad por el clown. Un viaje a Toulouse lo confirmó: conoció al Bataclown, pioneros del payaso social. «Ellos trabajaban desde la psicología, la pedagogía, la mirada social. El payaso no era sólo risa; era denuncia y ternura a la vez. Allí entendí lo que quería hacer».
De esa experiencia nació la compañía La Mar Salá, junto a su compañera María. Una de sus primeras obras, Enemiga mía, abordaba la relación de las mujeres con su cuerpo, con la iglesia, con los hombres. Desde una nariz roja y con un humor combativo. Durante años actuaron en congresos de medicina, asociaciones feministas, sindicatos, jornadas de vinos o encuentros laicos. En 2017, un cáncer la obligó a detenerse, pero también le dio material para crear un taller-espectáculo sobre la enfermedad desde el clown: «En el hospital pensé que todo lo que estaba pasando era digno de subirse a un escenario. Que reírse del proceso podía ayudar a otros. Y así fue: la gente compartió cosas durísimas con libertad y risa.»
Hoy, aún con problemas de movilidad, sigue colaborando en asociaciones y universidades. Sus muletas se han convertido en parte del personaje: «La gente se sorprende de que una mujer con bastones se suba a un escenario. Pero yo uso todo a mi favor. No hay edad ni condición física que te impida hacer clown. Al revés: te conecta con lo más humano«.
La nariz roja
El caso de estas dos hermanas va más allá de sus trayectorias individuales. Es testimonio de cómo el arte puede acompañar procesos de envejecimiento activo, cómo la cultura local se enriquece con voces que no se jubilan de la creatividad y cómo la sociedad puede aprender de la risa compartida. En un tiempo en el que el edadismo sigue mostrando sus arrugas en discursos y actitudes, el payaso —ese personaje históricamente relegado a lo infantil— se convierte en herramienta política y vital. Una pequeña máscara que no oculta, sino que revela. Porque cuando Victoria entra en la habitación de un hospital con su ventilador oculto en el bolsillo, o cuando Carmen transforma su tratamiento oncológico en un espectáculo abierto, lo que están haciendo es mucho más que actuar: están recordando, a todos, que la risa no prescribe en los calendarios.
La nariz roja, en sus manos, no es un accesorio sino una bandera: contra la rigidez, contra el miedo a envejecer, contra la idea de que la creatividad es patrimonio de la juventud. Victoria y Carmen lo saben bien. Porque a sus 61 y 76 años, siguen demostrando que hacerse payasa —es decir, mostrarse vulnerable y libre— es una forma de vivir.
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