Juan Ripollés, a los 93 años: «Yo maté a mi madre cuando nací»
El artista castellonense se confiesa sobre las circunstancias en las que llegó al mundo, separado al nacer de su hermano gemelo, obligado a trabajar desde los seis años para aportar sustento a la familia
A Juan García Ripollés se le mueve de vez en cuando el casquete con cuernitos de la cabeza, pero él lo vuelve a colocar con ... un gesto mecánico mientras sus recuerdos retroceden camino de su infancia. La ramita de romero continúa, inalterable, en la comisura de los labios. Como siempre, viste con ropa que él mismo se confecciona, ahora que ha salido de su santuario, donde prefiere, directamente, ir desnudo. O, como mucho, por aquello de las normas sociales, con un taparrabos. Ripo, como le llama todo su entorno, tiene 93 años, pero cuenta con la misma lucidez de siempre. Quizás algo más empequeñecido -«necesito comer muy poco»- y un punto más nostálgico, aunque no ha detenido su actividad profesional, en el jardín de Mas de Flors, la pedanía de Castellón donde crea las obras llenas de color que decoran rotondas y galerías y que le han hecho único.
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-¿Cómo está?
-No me quejo.
Será la primera y la última vez durante la entrevista en que va a ser escueto en sus respuestas. Pero es que él no se detiene en su físico, y luego explicará porqué. Ripo se ríe, porque hace ya tiempo que asumió que él era como un niño que no ha crecido, que nunca ha dejado de soñar... Y los niños no se preocupan por pequeñeces. «No me doy cuenta de mi cuerpo, no la atiendo mucho».
-Alguna vez ha dicho que tiene un punto de inconsciencia…
-Es una manera de concebir la vida, la que me he ido forjando como un escultor va modelando su obra. Y no soy ni valiente ni atrevido, sencillamente inconsciente. He tenido la fortuna de ser un niño libre desde muy pequeño porque no pude ir a la escuela. Porque yo maté a mi madre. Murió en el parto y tuvieron que buscar madres de leche para mi hermano y para mí. Si yo hubiera tenido madre habría sido menos libre.
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Ni siquiera tiene muy clara la fecha de su nacimiento, porque con aquella muerte, en Alzira, desapareció la memoria familiar. Es más, «no tengo claro si yo soy Juanito o Manolito, porque éramos gemelos, y porque tras separarnos al nacer, cada uno camino de una madre de leche -una en Castellón, la otra en Valencia- nos volvieron a juntar en plena Guerra Civil para que conviviéramos una temporada, para que si nos mataba una bomba, al menos habernos conocido, y éramos tan idénticos que igual se equivocaron al volver a casa». Llegó a preguntárselo, ya cuando había sobrepasado la veintena, a su madre. «Vamos a ver, mamá, ¿entonces yo soy Juan o Manolo? Y me dio un revés así (hace el gesto con la mano en la cara)».
-¿Ha pensado en ello, en que quizás no es quien le han dicho que es?
-Yo de mí me preocupo muy poco. Lo esencial es no darse uno tanta cuenta de sí mismo, porque eso no es bueno, no es sano. Hay que ser generoso y lo tuyo darlo a los demás, ayudar todo lo que puedas. Y yo tengo un problema, que lo he dado todo. Se ha movido mucho dinero alrededor de mí pero yo no he acumulado nada. Nadie se cree que yo no tengo cuenta corriente, ni fija. No lo cree ni Hacienda. No sabes las oenegés que hay en España. Todas vienen a pedir. Además, soy un hombre que podría ser muy caro, pero soy muy barato porque yo disfruto de hacer mi trabajo. No me importa nada más del mundo del arte. No me importa la fama porque no sé lo que es. No sé para qué sirve. Soy como una gallina que saca el huevo. Que se lo coman como quieran. Hervido, pasado por agua, en tortilla... Me da igual.
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-¿Cómo recuerda su niñez?
-A los seis años ya me ganaba la vida recogiendo boñigas en la calle y ahí nació mi libertad. No era un niño abandonado, pero mi madre era una fregona que se pasaba el día limpiando casas.
En paz con su pasado, recuerda incluso con cariño los castigos de su madre cuando en vez de recoger excrementos se encontraba con otros niños y se quedaba jugando. Cuando le decía que se acercara para recibir la tunda y «me avisaba: 'cuanto más tardes en llegar, más te llevarás', así que aprendí a ser valiente desde pequeño». Con once años era chatarrero, después pintor de brocha gorda. Y mi madre me enseñó a que, hiciera lo que hiciera, fuera el mejor.
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-Usted ha tenido éxito. A todo el mundo nos gustan los reconocimientos.
-El querer ser famoso... eso es una miseria, un egoísmo espantoso. Te voy a poner un ejemplo: no me gusta dar en las universidades discursos. Hay quien se confiesa ante Dios y se cree que se ha limpiado. A mí me gusta dar charlas a niños y niñas menores de ocho años porque ahí hay inocencia, hay verdad. No saben engañar.
-¿Hay proyectos en la cabeza? ¿En qué está ahora?
-Tengo tantos proyectos que no me caben. Por eso necesito vivir muchos más años, porque tengo muchos proyectos. La vida es tan hermosa, tan hermosa, que vale la pena sufrir un poquito por ella.
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-¿Tiene miedo a la muerte?
-En absoluto. No, yo ya hablo con un poco de experiencia. 93 años están ahí llamándome a la puerta, y puedo decir que tengo más ilusión por la vida hoy que cuando tenía 20 años. La manera de comprenderla, de vivirla, era distinta. No corro y no hago los mismos movimientos que entonces, pero me he ido cargando de ilusiones y me encuentro más a gusto y con más ganas.
-¿Y miedo al sufrimiento?
-Vuelvo a hablar de los niños. Ellos olvidan y superan muy rápido. Cuando acusa a la sociedad o a los demás de sus males, se equivoca. A esa persona habría que enseñarle a que todo depende de uno mismo, que nadie más pone la ilusión o el desencanto en lo que le ocurre.
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Explica Ripollés que duerme poco, apenas cuatro o cinco horas, y se acuesta temprano, así que hay noches que las pasa en vela. «¡Cuántas horas tengo para jugar con mi cerebro y pasarme la noche sin sufrir! De hecho, jamás tomo una pastilla para dormir, ni para nada. Bueno, sí, alguna Aspirina de vez en cuando porque dicen que es bueno para que corra la sangre». Y, sin un motivo en especial, habla de uno de sus hijos. No cabe en sí de orgullo..
-Tengo un hijo que es inmunólogo molecular, que no sé muy bien qué es, claro. En una ocasión, un directivo de una multinacional farmacéutica holandés, un gran coleccionista, me contó que había un gran científico valenciano que se le había escapado. Dijo que se llamaba Natalio García. Y me emocioné. ¿Cómo es posible que aquel pequeñito sea hoy una persona tan sabia? Los hijos me quieren mucho, me respetan y no lo entiendo muy bien. Si yo lo único que he hecho ha sido entregarme a mi mundo interior...
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