Paisaje de verano con fondo oscuro
La impotencia ante el genocidio es sólo una más de otras miles que la precedieron en un bucle que nunca parece terminar
La impotencia es un sentimiento complejo. Te puedes sentar en la dársena a contemplar cómo los chavales de ahora se lanzan al agua intentando impresionar ... a las chicas, lo mismo que hacías tú hace casi medio siglo, trazando los mismos escorzos forzados, girando sobre el aire, dejándote llevar por el recuerdo cálido de aquellos finales del verano. Puedes hacer eso o cualquier otra cosa pero no puedes alejar tu pensamiento de las visiones de niños ensangrentados, de todo ese dolor inexplicable que cada día te llega con la puntualidad de un repartidor y te deja sin aliento mientras piensas en qué puede hacer uno, tú, alguien, algunos, para evitar esta desgracia y otras. Y miras hacia el pasado porque crees que en él ha de hallarse la explicación al presente y sólo encuentras la misma ira, el mismo patrón. Pobres asesinados por ricos, inocentes que caen a manos de ambiciosos, humildes trabajadores que caen a manos de ambiciosos. Seguro que ocurría así desde los primeros humanos golpeándose en el fondo de una cueva. Y piensas, mientras los críos hacen piruetas y sus cuerpos chocan contra el agua fría del puerto, en lo utópico que resulta pensar que puedes cambiar algo, si nadie antes ha podido, si nadie después podrá, en lo utópico que resulta pensar, en realidad. Pero la impotencia sigue ahí como una mancha creciente, lenta, oscura. Y no te abandona por más que mires hacia otro lado, también te sientes a menudo culpable por hacerlo, como si las cosas hermosas de la vida (también las hay, y las ves) no te estuvieran permitidas y nacieran ahogadas en ese rumor de las muertes lejanas de otros seres humanos por los que no puedes hacer nada salvo gritar de vez en cuando, en silencio, para no asustar a los chavales que juegan.
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