La hambruna
Todos sabemos que existe el hambre; que en nuestro planeta hay personas que pasan hambre física, literalmente, que no tienen nada que comer. Pero, por ... ser tan cotidiano, nos hemos encerrado en nosotros mismos e ignoramos esta realidad. Solo cuando los medios de comunicación se hacen eco de los informes anuales de diversas entidades benéficas, como Cáritas, Unicef o Casa de la Caridad, entre otras, en los que se muestra esta cruda realidad que afecta de manera desproporcionada a los más vulnerables -especialmente a niños y mujeres-, sentimos una inmensa tristeza, la misma que me empuja a escribir esta columna.
Cuando se habla del hambre en el mundo, lo primero que se nos viene a la mente son las imágenes de niños y ancianos de los países del llamado Tercer Mundo, pidiendo un poco de comida. Pero esta realidad -la carencia de alimentos- no está tan lejana de nosotros, de nuestros propios barrios. Lo que sucede es que se hace invisible a nuestros ojos y, vergonzosamente, preferimos ocultarla conscientes de su existencia.
Solo hay que contemplar las colas de personas a las puertas de la Casa de la Caridad, entidad pionera en la atención a quienes se encuentran en riesgo de exclusión social, esperando su turno para poder llevarse a la boca un plato de comida. Muy lamentable. En esos lugares, así como en los bancos de alimentos, es donde uno se da cuenta de que la pobreza se extiende y acosa a quienes antes pertenecían a la clase media, a los mayores y a los jóvenes. En esa cola del hambre ya no solo hay inmigrantes o mendigos -como hace años era habitual contemplar-; ahora, los indicadores sociales señalan que también acuden familias valencianas que viven bajo el umbral de la pobreza.
Y mientras tanto, ¿qué hace nuestra clase política? Nada. Miran hacia otro lado, se suben descaradamente el sueldo o se enzarzan en luchas internas para no perder sus privilegios. Vergonzoso.
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