La imagen es inquietante. Xi Jinping, Vladimir Putin y Kim Jong-Un caminando juntos en Pekín. Es el símbolo del poder autoritario, tres dictadores sin ... escrúpulos saliendo del mayor desfile militar de los últimos años con el que China quería hacer una demostración de fuerza exhibiendo su descomunal dotación armamentística.
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El contexto no podía ser más revelador. La reunión se justificaba apelando al 80º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial y lo que hubiera sido en otros casos un homenaje a las víctimas y un compromiso de «¡nunca más», en éste fue todo lo contrario. Fue una exaltación de la violencia, la guerra como clave de la convivencia humana y el enfrentamiento entre bandos como forma de relación. En eso nos diferenciamos los países avanzados (social y políticamente) de aquellos que viven en la opresión. O, al menos, nos diferenciábamos hasta ahora.
Las declaraciones de Xi Jinping, vestido de Mao y arrogándose la capacidad de saber qué piensan los chinos sin consultarles, resumieron la escena: «Hoy la humanidad debe elegir de nuevo entre la paz y la guerra; el pueblo chino está en el lado correcto de la Historia». El recuerdo de la última gran guerra que asoló el mundo debería proporcionar una sola respuesta a esa disyuntiva: paz, paz y más paz. Sin embargo, celebrar el final de una guerra presumiendo de armas no habla demasiado bien del pacifismo de los presentes. El dictador chino pronunciaba esas palabras, además, rodeado de una selección de los más sanguinarios autócratas de nuestros días. Ellos forman parte de ese grupo selecto de dictadores que ejercen como los del siglo XX, pero muestran rasgos de los caracterizados por la periodista Anne Applebaum en su libro 'Autocracia S.A.'. Según Applebaum, los autócratas actuales no buscan tanto una lucha ideológica como el dominio económico. Son ricos rodeados de millonarios que fundan cleptocracias más que dictaduras clásicas. Es cierto que los protagonistas de la imagen ejercen a la antigua usanza porque es lo que han aprendido en casa, pero han evolucionado hacia ese otro perfil: están rodeados de lujo y forman la cúspide de una elite a la que sus ciudadanos no pueden ni aspirar. Sin embargo, lo que denuncia Applebaum en su libro es la tentación de las democracias consolidadas por acercarse a ese modelo o por no reaccionar contra él. Sucede cuando dirigentes de países democráticos van laminando los derechos y desprestigiando los mecanismos con los que la democracia se protege del autoritarismo, una deriva que nos suena demasiado en Occidente.
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