Como usted, yo tampoco olvido (y además no perdono) cuanto ocurrió el 29 de octubre del año pasado. Mantengo fresco también el recuerdo atroz del ... día 30, cuando abrimos los ojos y comprobamos que, como temíamos la noche anterior, nos acababa de visitar el infierno. Pero es la memoria del día siguiente la que activa estas líneas: Valencia, 31 de octubre de 2024. Por primera vez desde la dana salgo de la redacción porque me reclama un recado en el centro de la ciudad. Me había resistido a huir de la confortable y triste rutina, amarga pero protectora: la desolada actividad consistente en informar sobre el corazón de las tinieblas, cuando una voz amiga me convoca con un argumento infalible, aunque escalofriante por paradójico con el drama que vive la zona cero: «En Valencia no pasa nada». Cinco palabras que crepitan en mi corazón detenido en la plaza Tetuán, destino de mi escapada: ante mí cruza una sonriente familia formada por papá, mamá y dos niños, todos rubísimos, en cuyo semblante risueño es imposible detectar la huella de la tragedia que a los demás nos aflige. Había contenido hasta entonces las lágrimas pero presenciar esa escena, donde latía la idea que luego se ha hecho fuerte (eso de que la vida sigue), me conmueve extrañamente. Miré entonces a mi alrededor y encontré algún consuelo, más lágrimas: en otros rostros sí observaba el impacto de una catástrofe que nos ha hecho contradictoriamente más humanos. «No entra nadie en la tienda estos días: es como si a la gente le avergonzara venir a comprar algo», me confesará después otro amigo. Es la actitud que detecté entre quienes, aunque no hubieran sufrido en su piel el drama del 29-O, caminaban por la ciudad como yo: zombis deseando volver a casa o al trabajo, refugio y madriguera. La rutina como terapia: recuerdo que sentí lo mismo cuando falleció mi padre y me sentí como ese 31 de octubre, huérfano de repente. Y así seguimos.
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