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A León XIV le va a perseguir durante meses la sombra de Francisco. Va a ser así porque, cuando ahora repasamos cómo actuó ... y cómo vivió su papado, nos damos cuenta de la trascendencia de cada paso que dio. Desde que se asomó al balcón de la capilla Sixtina despojado de oropeles hasta que, cuatro días antes de fallecer, visitó Regina Coeli, la cárcel más grande de Italia. De hecho, a Robert Prevost ya se le está fiscalizando cada gesto, cada palabra y cada decisión que toma. Y se seguirá haciendo, poniéndole ante el espejo de Bergoglio. Ese espejo que el nuevo Papa, aunque tenga vocación continuista, hará bien en evitar atravesar, para marcar desde el inicio su propia impronta y su autenticidad. Algo que ya hizo cuando optó por colocarse la muceta roja y la cruz pectoral, aunque sin despojarse de sus mocasines negros. Una manera de decir que, para él, por encima del gesto está la acción. Y que más que un papado basado en los impactos mediáticos, se vislumbra un tiempo discreto. El de los consensos. De hecho, desde el minuto uno, ha marcado cuál va a ser su camino. Una senda de la que no quiere excluir a nadie y en la que buscará esa unidad que reclamó cuando, muy emocionado ante los fieles, pidió esfuerzos por la paz de forma elocuente y reiterada. Una paz impregnada de humildad, justicia, diálogo... Que es, en realidad, la esencia de la Iglesia. Y, por tanto, la columna vertebral de su máximo representante en la Tierra.
León XIV emprendió el 8 de mayo un camino en el que afloró la templanza, embadurnada de sentimiento, que va a ser sin duda la que marque un papado que, por su edad, puede ser largo. Como un maratón, en el que más que prisas hay que dar pasos firmes y reflexionados. Serenidad para un tiempo en el que la Iglesia católica va a tener que mirar cara a cara a una sociedad que está, por contra, en constante ebullición. Una sociedad cambiante y desconcertada que vive atrapada en los extremismos ideológicos y económicos; sometida a una revolución digital que muta descontrolada; atada a la más absoluta inmediatez, donde ha muerto la mesura; abocada a dejar de pensar y a querer aparentar y anclada en lo superficial y la opulencia. Una ciudadanía global vacía de los valores mínimos que implica vivir en colectividad, la urbanidad y la solidaridad, y en la que prevalece el individualismo y el egoísmo. Un nuevo tiempo, en definitiva, en manos de una élite política de la que fluyen mandatarios entregados al populismo, la autarquía y, no pocas veces, sumidos en el despropósito. Una clase dirigente que ha hecho que se rebaje a límites insospechados las líneas rojas que marcaban la ética y los valores básicos. Una élite, en definitiva, que ha dilapidado el umbral de la humanidad permitiendo guerras despiadadas, llenando de barro los parlamentos y sembrando la sociedad de desigualdad y división.
«Me habéis llamado para llevar la cruz», sentenció León XIV en su primera misa ante los cardenales. En efecto, sobre él recae la responsabilidad de ser un líder que busque consensos, frene conflictos y predique con el ejemplo en un momento en el que la crispación y la crueldad se apoderan de todos los ámbitos. De lo más universal a lo local. Y él, el Papa, es consciente de esa responsabilidad. Lo es porque, antes de colocarse el anillo de san Pedro, se ha impregnado de ese olor de las ovejas que tanto reclamaba Francisco a sus curas. Lo hizo como agustino, pero, en especial, como misionero. Porque quien ha vivido el sufrimiento, la marginación y la destrucción en pueblos vulnerables y zonas de conflicto sabe bien lo que debe ser prioritario. Lo que es urgente.
De hecho, quien vive y siente lo que pasa en la calle -sea religioso, político, empresario, gestor, dirigente...-, sabe que hay lugares donde la hambruna consume los cuerpos de niños que no llegarán a adultos; que hay cárceles en las que viven hacinados presos entre infecciones, orines y vómitos; que hay mujeres embarazadas y jóvenes que huyen de países oprimidos y mueren ahogados en el Mediterráneo; que hay ancianos a los que les asfixia la soledad y la dependencia. Sabe lo que sufrieron las víctimas de la dana y el enorme dolor que atesoran; sabe qué angustioso es estar en el paro con 50 años y una familia a las espaldas; sabe qué es vivir sin poder llegar a fin de mes, estar atemorizada por un maltratador, depender de una ayuda que no llega, convivir con la depresión, sentir miedo...
¿Para qué sirve un político que no está cuando su pueblo le necesita? ¿Para qué sirve ser el mandatario más poderoso del Mundo, jefe de estado, molt honorable, alcalde.... si no está con sus vecinos a los que se debe? ¿Para qué tanta autoridad si eres incapaz de frenar una guerra cruel? ¿Para qué tanta pantomima si no estás cuando una tragedia atiza a tu pueblo? ¿Para qué llenar de flashes tu vida si no aportas luz y acabarás, con el tiempo, consumido de oscuridad? El olor a oveja, que pedía Francisco, debe seguir tomando el Vaticano. Pero también la Casa Blanca, y las instituciones europeas, y la Moncloa, y la Generalitat, y el Cap i casal, y tantos y tantos otros despachos donde se traza el prorvenir... Porque la urgencia está en la calle y no en recintos enmoquetados. Perfumados.
Es domingo, 11 de mayo. «Aprueba a los buenos, tolera a los malos y ámalos a todos». Dijo San Agustín y predica León XIV. De un sorbo y sin azucarillo.
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