Catalá, entre margaritas
La alcaldesa ha dejado claro que su futuro político sólo pasa por Valencia, ahora debe demostrar qué es capaz de hacer con ella
Los rumores intencionados que buscaban impulsar el salto de María José Catalá hacia la Generalitat se basaban en meras especulaciones, casi siempre sembradas en ... la corte madrileña y con fondo tóxico. Porque en realidad, el único objetivo era acelerar la caída del presidente Carlos Mazón. Pero la especulación quedó ahí, pese a los deseos de algunos de que así fuera. Algunos en Génova, por ejemplo; pero también en Ferraz.
Desde la perspectiva territorial, sin embargo, era obvio que no iba a ser así. Entre otras cosas porque la alcaldesa, primero, tenía la responsabilidad de intentar cicatrizar las terribles heridas de la dana en su ciudad; segundo, porque ese cambio a empujones que querían hacer se iba a producir cuando apenas había cumplido año y medio en el cargo, y tercero, porque nadie se había hecho la pregunta clave: «Tú, ¿qué prefieres ser: presidenta de la Generalitat o alcaldesa de Valencia?». La respuesta, para los que amamos, sentimos, vivimos y suspiramos por esta ciudad, es evidente. Porque si algo tiene esta Valencia que pisamos, sufrimos a veces y casi siempre gozamos, es que te seduce y te atrapa. Y, sobre todo, que puede tener un futuro inmenso, si quien la pilota lo sabe hacer bien: no cae en las garras de los egos y las corruptelas; ejerce desde la humildad y con honestidad, y su entrega se hace pensando exclusivamente en la urbe a la que se debe. Con visión universalista, desde la diversidad y sin caer en modelos sectarios y excluyentes.
Catalá lo tenía entonces claro y lo tiene ahora. Y lo tiene pese a que sus jefes de Madrid suspiraran -y quizá lo siguen haciendo- con contar con ella como un posible recambio a Mazón. Todo eso, teniendo además algo muy claro: que, guste o no guste, la intención del jefe del Consell no fue entonces, ni lo es ahora, ni parece que lo vaya a ser pronto, la de tirar la toalla. Aunque lo que haga o debería hacer es otro complejo debate. Porque, lo que analizamos ahora, es ese paso que esta misma semana dio la alcaldesa zanjando de manera rotunda las especulaciones sobre su futuro. Dejando claro -con ayuda del Joan Manuel Serrat que escuchaba en su infancia- que la Valencia que ella quiere «no necesita deshojar la margarita». No lo necesita, porque es a ella a quien se va a entregar los próximos años. Sin paliativos. Combinándolo con sus hijos, que son a los que quiere dedicar su otra vida más allá de la alcaldía. Porque, como ella mismo defiende: ni puede hacer otra cosa, ni quiere, ni debe. Ni puede dejar de compaginar esa entrega como madre y alcaldesa, porque su compromiso personal está con sus hijos y con Valencia; ni debe hacerlo, porque dar un salto de la plaza del Ayuntamiento al Palau que mira hacia la Basílica supondría romper su compromiso personal con su familia y el acuerdo que firmó con sus votantes que le llevaron al Cap i Casal; y ni quiere hacerlo, porque -y volvemos a la pregunta-: «Qué preferirías tú, ¿ser presidenta de la Generalitat o alcaldesa de Valencia?». Y, además, ¿quién sería el o la sustituta en un ayuntamiento donde el equipo se ha construido alrededor de su figura?
Que esa postura la dejara clara era importante para transmitir a sus votantes -y a los que aspira que le voten- la seguridad de que pueden confiar con su compromiso y tener la certeza de que dispone de un plan de futuro para la ciudad. Que, en el fondo, es lo que urge para la capital de la Comunitat. Urge porque, aunque ella te despliegue todo un abanico de logros conseguidos en dos años y otro con los enredos que le dejaron los firmantes del pacto del Rialto, la realidad es que el cambio que anunció sigue sin materializarse de forma relevante. Es cierto que hachazos como el conmovedor incendio de Campanar y la colosal dana hicieron saltar todo por lo aires. Pero también lo es que el ritmo de ejecución que se debería haber logrado no se consiguió ni antes ni después de la terrible riada. Los gestos -pequeños o grandes- que anunció no los ha visibilizado la ciudadanía; al menos, como debería.
Catalá siempre se ha mostrado decidida a materializar esa transformación de la ciudad que anunció; porque tiene fuerza, pasión y ganas para ello. Y algo importantísimo, tiene también equipo. Pero con eso no basta. Falta que todo ello desemboque en hechos y falta hacer visible lo hecho. Y, como en la canción de Serrat con la que despejó cualquier duda sobre su futuro -Valencia no tiene que deshojar ninguna margarita-, en su acción de gobierno y decisiones debe demostrar que tampoco. Porque quedan muchas dudas sobre lo que quiere y puede hacer: si arreglará el tema del tráfico más allá de Colón o no; si paliará la situación en la que viven las personas que duermen en las calles o no; si nuestra Valencia se pondrá más bonita -más allá de eliminar los insólitos maceteros de la plaza del Ayuntamiento- o no... Si dotará de contenido a espacios emblemáticos y ahora vacíos; si activará proyectos ambiciosos para la agenda valenciana; si desatascará la burocracia que todo lo duerme; si resucitará La Marina, protegerá la Albufera, regulará el turismo... O no. ¿Hay proyectos para todo ello? Parece que sí. Pero hay que materializarlos. Los próximos meses servirán para dejar patente si es la gran alcaldesa que necesita la ciudad y sobre la que debe cimentar su futuro. O si todo queda en un intento. Otra ave de paso. En sus manos está ser otra alcaldesa más o ser una gran alcaldesa. Que es lo que marca la diferencia y lo que hará que el Cap i Casal acoja una gran Valencia o no. Sin nostalgias y con futuro. Más allá de tópicos y ombliguismos. Sin complejos y con identidad propia. Siempre con nuestra autenticidad. Valentia con valentía. Una Valencia que vibra, porque es lo que lleva en su ADN. Una Valencia con sonrisa. Que es lo que, aunque algunos quieran empeñarse en quitarnos, necesitamos. La Valencia optimista de ese Mediterráneo al que canta su querido Serrat.
Es domingo, 22 de junio. «Llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya».
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