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De repente, el mundo ha empezado a mirar hacia atrás. Lo 'revolucionario' de hoy es lo 'contrarrevolucionario' de hace siglos. El círculo sobre el círculo. Un cambio profundo involucionista, que rescata viejas ideas y reproduce fenómenos que ya sucedieron y que colisionan con la contemporaneidad. Vuelven las viejas glorias tradicionalistas. Joseph de Maistre, Burke y toda la banda de contrarevolucionarios con sus críticas a la Ilustración, a la revolución francesa y a los principios liberales. Vuelve el proteccionismo y los mercados nacionales, como en el ochocientos y el novecientos, y regresa con grandes platillos y trombones el estado-nación. Vuelve el nacionalismo retógrado, una sombra corruputa del original, el 'progresista', aquel que fue la expresión de la unidad económica y de la libertad cultural frente al oscurantismo y el feudalismo: el actual reproduce una comunidad de vidas y destinos en las que ya no existen diferencias personales y los individuos están impulsados por los mismos objetivos e intereses. La Causa es lo esencial, no la vida, las vidas. Vuelve el colonialismo, la compra de territorios (España vendió Florida a EE UU por 5 millones de dólares en 1819, México vendió Texas por diez en 1845, EE UU compró Alaska, etcétera), el expansionismo (Groenlandia, Ucrania). Regresa el mito de la frontera de EE UU como hecho fundacional e identitario (la fase del 'romanticismo' de EE UU, que vemos en las películas del Oeste, pero también Canadá, Sudáfrica, Australia. Ahí está la Ilustración Oscura de Curtis Yarvin, uno de los ideológos del conservadurismo actual, que propone un sistema político basado en la monarquía tecnocrática, con un Estado presidido por un consejo de expertos, ante la ineficacia de la democracia, vendida a los grupos de interés. Otro que se coloca las lentes del pasado: conceptos viejos entresacados de Saint Simón (el consejo de sabios que gobierna la nación presidido por un matemático), de Burke (sólo una élite posee el grado de racionalidad y de capacidad analítica para comprender lo que conviene al bien común) o de Pareto (la teoría de la circulación de las élites y el «parlamentarismo como elemento decorativo»). Regresa el pensamiento reaccionario, el retorno a las 'fuentes olvidadas', el mesianismo (¿Ernst Bloch?), los milenaristas del XVI, «la caida de las estrellas» de Spengler.
Resulta de una omnipresencia colosal, abrumadora, la atmósfera cargada de un expresionismo que vivió sus oscuridades en las primeras décadas del XX -proveniente de los brotes románticos del siglo anterior- pero que hoy se mueve entreverado por los algoritmos de la inteligencia artificial y el imperio del mundo digital frente al analógico en una ecuación sorprendente: es como si el mundo pensara hacia atrás (la legitimación de las autocracias frente a la democracia liberal) pero viviera hacia adelante (cabalgando sobre las enorme aceleración de los avances tecnológicos). Puede que la revolución digital y su heredera preferida, la transcomunicación, ese nuevo capitalismo que tiene como monarcas a Musk y los demás, reclame nuevas reglas para la convivencia social y política, en un giro hacia el pasado: Trump, Putin, China, los movimientos populistas crecientes, impugnan a diario las normas del liberalismo y de la democracia. El trumpismo es el emblema.
Ivan Krastov dice que la 'revolución' de Trump quiere subvertir la separación de poderes. Eso es obvio. No se asalta el Congreso así como así. Es la imagen más cruda del rechazo del parlamentarismo liberal. Porque lo que viene sucediendo es que, queda dicho, reaparece el espíritu totalitario que pretende vulnerar las individualidades, categorizarlas y convertirlas en masa, liquidar lo privado para entronizar lo público, rechazar el respeto a las minorías y destruir los códigos morales fundados por la modernidad y el modelo estructural nacido en el Occidente de postguerra. (Todo muy viejo también, incluido el debate mismo. Ayn Rand, la de 'El manantial', se apuntó al republicanismo en EE UU en los años 30 porque consideraba que Roosvelt era un subprograma totalitario y apenas dejaba espacio a la libertad, origen de lo humano, mientras Hannaha Arendt, en esos mismos años, analizaba los totalitarismos desde otra óptica. Las agendas filosóficas e intelectuales se cubrían con las reflexiones sobre fascismos y comunismos. Rand alucinaría ahora con EE UU. Y Arendt, claro).
Hacia 1850 había concluido la primera revolución industrial, que trajo consigo el trabajo en las fábricas. En el último tercio del siglo XIX, con los adelantos técnicos (la gasolina y la electricidad como fuentes energéticas, la expansión del acero, la industria química), el modelo económico entró en una nueva fase de mecanización y concentración. Necesitó nuevas formas políticas. Las corporaciones mercantiles pedían estados fuertes (Napoleon III en Francia), las materias primas del colonialismo exigían soberanía política, más nación. Las nuevas estructuras económicas, sociales y políticas ya no respondían a la teoría liberal clásica. El 'nuevo liberalismo', de corte conservador, proclamaba que ya no se podía confiar en las masas, que éstas habían de ser conducidas por una élite. Max Weber y Naumann coincidían en que el liberalismo era inevitable para alcanzar el poder, pero nada más. ¿No suena esa música a Trump, a Putin, no digamos ya a China? ¿No suena al latido del mundo actual, en plena mudanza a partir del enorme desarrollo de la era digital, al que parece constreñir la democracia liberal, y que está decidido a 'superarla'? ¿No existe una pulsión latente que dice que las nuevas formas tecnologicas y las formas políticas liberales no encajan? China, EE UU, Rusia han expuesto con crudeza la debilidad europea, ¿y esa debilidad no es también la de la devaluación de los valores de la modernidad? El desplome de Europa lleva en paralelo un desplome moral.
¿Y no hay que reivindicar, por tanto, ante esa 'contrarrevolución' -la que inspira la reproducción de las autocracias, la que ataca a la democracia liberal, la que duda de las convenciones científicas, la que afirma los nacionalismos arcaicos, la que rechaza el individualismo, la que, en fin, mira hacia atrás, a la Historia más oscura-, los principios morales básicos y dejar en paréntesis, o en un segundo plano, algunos elementos que forman parte de la agenda de la izquierda y de la derecha democrática? ¿O es que tras la última devastación moral europea -los años ignominiosos de los treinta que finalizaron en 1945- no se privilegiaron principios inscritos en la naturaleza humana antes que ideas sociales o construcciones comunitarias de nivelación?
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