Cenicienta
Desde hace poco, y en medio de esa vitalidad innegable, parece que Valencia empieza a mirar su perfil en el espejo. Y se gusta». Son ... palabras de Rafael Chirbes, llamado en 1996 a escribir sobre nuestra ciudad en la revista Geo. El exigente autor, sin duda serio y riguroso con los devaneos políticos, señaló que «sin dejar de criticarlo», los valencianos estábamos reconociendo con orgullo el Palau de la Música. Y que enseñábamos lo nuevo «no como la tumba de lo viejo, sino como la permanencia del vigor y la continuidad de la urbe fundada hace 2000 años por los romanos».
Vigor y continuidad. Lo nuevo, con toda su fascinación, construido bajo el designio de una tenacidad sostenida que ha de dar resultados de progreso. En una cadena que incluye, en mirada retrospectiva, eslabones de cambio que en cada momento fueron vistos con admiración y asombro: Les Arts, el palacio de Congresos, l'Hemisfèric, el IVAM, el Palau de la Música... el Rex y el Coli, el teatro Principal y sus temporadas de ópera.
Una y otra vez, la Valencia más timorata y perezosa se dijo a sí misma que no estaba preparada, que el salto que la ilusión le proponía era demasiado grande para sus fuerzas. Pensar en un circo que abarcaba desde la calle de la Paz hasta la plaza de Nápoles y Sicilia es situarnos en una Valencia romana o muy viciosa y jugadora o mucho más potente de lo que nunca nos han contado. Pero con tanta y tanta IA, no sabemos imaginar un baile en la Lonja de 1590 o una noche de espadachines y Lope de Vega en el teatro de la Olivera. Si nos quedan miedos, si todavía albergamos dudas, es porque no sabemos, no tenemos noción de lo que una vez fuimos. Tomás Trenor, impulsor del disparate de ambición que fue la Exposición Regional, le hablaba a Valencia de tú a tú y decía que no perseguía otra cosa que «servirte y complacerte». ¿Para qué? Pues para hacer predilecta entre sus rivales a la que él llamaba Cenicienta de España. Por alcanzar ese raro placer de lealtad y servicio a lo que se estima como propio y anda postergado.
Hay un librito familiar, fruto de la intimidad y el afecto, que dibuja a Juan Roig como un estudiante callado, reservado y de trato especial; un muchacho tímido de Poble Nou capaz, sin embargo, de alcanzar una alta capacidad de gestión y una pasión desmedida por las gentes de su entorno. Con su esposa, Hortensia Herrero, Roig lleva más de una década inyectando a Valencia un mecenazgo que no solo supera las cotas a las que la iniciativa pública puede llegar, sino que resuelve demandas de la sociedad en ámbitos que directamente crean trabajo, bienestar, cultura y un legítimo orgullo de pertenencia. Como decía Chirbes, Valencia, una vez más, se mira en el espejo y se gusta.
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