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Urgente Buscan a un hombre desaparecido cuando se bañaba en el Turia

La mujer del carro

Amanda empuja el carrito mientras más que andar, esquía. La artritis. Relata una vida, dura y con pérdidas. Y mientras, su rostro brilla

Arturo Checa

Valencia

Domingo, 1 de junio 2025, 00:12

La anciana, más que andar, arrastraba sus pies. Aunque en realidad se asemejaba más a un movimiento como de esquiar. Lucía dos zapatillas deportivas, muy ... juveniles y de un luminoso azul claro. Lo más moderno de su apariencia. Vestía un sencillo pantalón negro y una gastada blusa azul. Mientras andaba empujaba un carro de la compra lleno hasta los topes. Lleno el carrito y encima aún tres bolsas de plástico, una roja, otra verde y la tercera azul. Como una especie de semáforo alternativo. Y se podría decir que más que andar esquiaba porque apenas levantaba los pies del suelo. Pero no era su movimiento de una apariencia frágil o enfermiza. Era más bien desenvuelto y podría decirse que hasta ágil para la edad de la mujer. Como un andar entre despreocupado y optimista pese a la avanzada edad de su protagonista. Un cierto espejo de su personalidad, como Amanda me iba a demostrar luego con su historia. Porque Amanda es el nombre de la anciana con la que me encontré mientras tomaba un cortado en un bar de la Olivereta. O más bien ella se encontró conmigo y con la moraleja que me iba a dejar la semana. El gancho, una vez más, como otras tantas, fue 'Rayo'. «¡Ay, pero qué cosa más mona de perrete, por favor, y qué cara de bueno!». Mi Jack Russell observó a la anciana primero con gesto serio. Con los ojos fijos y temerosos. Hasta que entre la sonrisa que yo esbocé y seguramente al sentir el aura de la improvisada visita, empezó a menear relajado la cola. La anciana aprovechó entonces para preguntar la hora. «Que viene mi hijo a comer y no quiero que se me haga tarde para el guisado». Le dije que eran las 10 y que tenía tiempo suficiente. «Uy, no crea usted, que a mi Ramón le gustan las judías casi disueltas». Fue entonces cuando me dijo que se llamaba Amanda. Y cuando me relató parte de su vida mientra se tomaba un poleo en una mesa junto a la mía. De cómo tenía 80 años y vivía sola. Viuda desde los 40 al fallecer su marido por una leucemia galopante. «Y tampoco lo lloré mucho porque tenia la mano muy larga». Lo cuidó hasta el último día. Como al hijo que había perdido de bebé por una meningitis. A los otros cuatro los sacó ella adelante. Limpiando casas. cuidando a enfermos, acompañando a gente sola en hospitales... Lo que fuera para lograr reunir «el mes que iba bien» unos 600 euros si llegaba. La pensión de viudedad hacía el resto para que la familia subsistiera. Por sus frágiles huesos habían pasado dos cánceres (uno de mama), un trasplante de cornea, una peritonitis que la tuvo dos semanas en la UCI por necrosis y la artritis que ahora le causaba fuertes dolores en las articulaciones. De ahí el esquiar más que el andar. «Ahora, a tirar con la pensión», fue la guinda de su relato mientras removía el agua caliente de la infusión. Pero de todo este rosario de dramas, retos vitales, batacazos y superaciones, de la historia de Amanda lo que más me llamó la atención fue su luminoso rostro. Enmarcado bajo una media melena de pelo cano. La alegría e ilusión con la que parecía contar su vida pese a tanto dolor. No era un lamento, era un canto a la existencia. Con el mismo ánimo con el que empujaba su carro atiborrado pese a sus pies artríticos. Con el mismo entusiasmo con el que seguro que luego preparó la comida a 'su Ramón'. Quien sabe si la única visita en demasiado tiempo de su amplia familia... Como el gesto casi se diría que rebelde de lucir unas lustrosas y modernas zapatillas de chica joven. Cuánto nos quejamos y qué poca perspectiva. Que viva Amanda y la vida vivida.

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