Borrar
Relatos junto a la hoguera

Del lilar a la lana

Un simple arbusto es un tesoro que conecta generaciones. Y el colchón de antaño sirve para arrojar una reflexión: cuánto nos quejamos hoy

Arturo Checa

Valencia

Sábado, 5 de julio 2025, 23:47

En realidad es solo un arbusto. Precioso y con un olor embriagante, pero un simple arbusto. Concretamente un arbusto de la familia de las oleáceas, ... de tres a cuatro metros de altura, muy ramoso, con hojas pecioladas, enteras, acorazonadas, puntiagudas, blandas y nerviosas, flores de color morado claro, salvo en la variedad que las tiene blancas, olorosas, pequeñas, de corola tubular partida en cuatro lóbulos iguales y en grandes ramilletes erguidos y cónicos, y fruto capsular, comprimido, negro, coriáceo, con dos semillas. Una planta originaria de Persia y muy cultivada en los jardines por la belleza de sus flores. Eso dice exactamente la Real Academia Española de la Lengua del arbusto en cuestión. Que me he comido casi un cuarto de artículo con la definición pero hay que ver qué precioso y cantarín es el castellano. Por algo de pequeño tenía como hobby abrir el libro de la RAE y empezar a leer definiciones de palabras al azar. Háganlo, es maravilloso. Pero no me desvío del tema. Les decía que, en realidad, lo que hay en mi corral del pueblo es simplemente un arbusto. Un lilar, para ser más exactos, que es a lo que me refiero. Pero, como siempre, como todas las pequeñas cosas, es algo mucho más grande. De un significado inabarcable. Algo majestuoso, espiritual y enraizado en la tierra, las vidas y el pasado. Debe tener al menos más de medio siglo. Y seguramente más, teniendo en cuenta el relato que hoy les traigo. El caso es que en este arranque de tórrido verano ha tocado ir al pueblo de al lado a por una nevera nueva. A la tienda de Miguel Ángel. Porque en los pueblos la mayoría de las tiendas no tienen nombres como tal. Nada de marketing ni nombres ufanos. Es la tienda de electrodomésticos de Miguel Ángel, la frutería del moro, el supermercado de la Juani y cosas similares muy poco comerciales pero entrañables. Y allá que tocó ir a encargarle a Miguel Ángel una nevera. Sin grandes catálogos ni luminosos esccaparates. «Tengo estas tres». Y tras elegir una, llegó el lilar. Miguel Ángel recordó cómo consideraba «casi familia» a mis abuelos paternos. Y cómo, Florentino y Marciana, le hacían cada año, cuando llegaba la temporada de esta frágil pero preciada flor, un ramo de lilas del que aún se acuerda muchas décadas después. Y claro que allí sigue el lilar. Como sigue la parra que en estas noches de julio ya plenas de brisa de la sierra manchega se mece en lo alto del patio. Apenas arbustos o plantas, pero sin embargo, tanto más. Capaces de conectar en un momento de simple conversación a tres generaciones, la de mis abuelos, la del encargado de los electrodomésticos y la mía propia. Cosas aparentemente insignificantes que tenemos al lado pero que encierran tesoros que pasamos por alto, instantes vitales, gasolina para el día a día. Un chute de vitalidad como el que fue compartir ese mismo día una paella de costillas (con perdón de la tierra) con Nieves, la querida madre de mi querido primo Raúl. «Antes vivíamos peor, y éramos felices». Lo contaba al hilo de cómo cada cierto tiempo tenían que vaciar los colchones en los que dormían para limpiar la lana, desinfectarla y secarla en un corral. Un trabajo tremendo. Pero lo hacían, cada cierto tiempo. Entre risas. Hoy nos quejamos si el colchón no es ergonómico, o de un sinfín de supercherías más. Olvidamos de donde venimos, en todos los sentidos. No valoramos lo que tenemos, lo maravilloso de lo insignificante. Y así, poco a poco, nos vamos al garete.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

lasprovincias Del lilar a la lana