Es lo que tienen las alfombras. Por mucho que las cuides, conviene sacudirlas de tanto en tanto. Y una vez al año, lavandería. Para liberarlas ... de parásitos, polvo y pelotillas, que luego vienen las alergias y ya se sabe... No será esta de hoy una reflexión original, lo asumo, pero de higos a brevas se me antoja oportuno espulgar la vieja estera del supremacismo, más reliquia raída por el tiempo que otra cosa. Tampoco debería importunar la redundancia, que bien prolija es la literatura en torno a Sánchez o Puigdemont y no lo merecen tanto.
Comencemos por el principio. Los autodenominados seres humanos somos tan sólo animales. Racionales, unos más que otros, pero animales a fin de cuentas. Esa herencia, inalienable, la llevamos impresa en el ADN, aunque luego fuimos puliéndola con otros atributos adquiridos a lo largo de siglos y más siglos de irregular evolución. Así, lo que nos separa del asno, y del vikingo, es un valor seguro llamado educación. Y la educación se traduce en respeto, por el entorno y hacia nosotros mismos. El hombre cultivado se sabe ave de paso y parte de un todo, ahuyenta preeminencias edificadas sobre la ignorancia, da al mundo que lo envuelve el mismo trato que reclama para sí y jamás gira la cara hacia la cueva, alzándose por encima de su genética de ángel exterminador. Esto va por Chispa, que murió queriendo. Y querido.
A medida que el hombre fue dejando atrás el mono que lleva dentro aprendió a rendirle pleitesía. A mayor inteligencia, cuanto más culto, menos necesito humillarte. La historia distancia el origen de la convivencia entre animales y humanos hasta 30.000 años, al principio por puro intercambio de intereses, yo cazo y te protejo, tú me cuidas, pero casi la mitad de este tiempo ha venido reforzada por los lazos del afecto. Quienes todavía no saben verlo y llaman animalista al que tan sólo es civilizado están condenados a la extinción, como lo hizo el neandertal ante la fuerza evolutiva del sapiens. Caerán, lo saben, de ahí su obstinada resistencia, la obsesión por desacreditar al que acertó a desembrutecerse, tachado de pusilánime en una huida hacia adelante pringada de primitivismo, testosterona y atavismo para no reconocerse en la anomalía. Esto va por Nube, que murió querida. Y queriendo.
Lo habitual es sacudir la alfombra desde el berrinche por un comentario retador. El dogma. La ofensa. Pero hay ocasiones, las menos, en que te lleva a airear la estancia un rayo de luz, algún gesto inesperado reconciliador con tu especie. Se llama David Calvo, fue diputado del PSPV y deja el partido por dignidad, demostrando que en este vergel de miseria moral aún hay gente capaz de hacer valer su objeción de conciencia y medios que no se justifican con los fines. Ante la iniciativa en el Congreso para abolir el blindaje legal de la tauromaquia, lo único que no podía hacer el PSOE era abstenerse, escabullirse entre la humareda del silencio cómplice. Ágil equilibrista, los votos el fiel de su balanza, busca Sánchez faenar en ambos caladeros bajo el subterfugio del debate «no resuelto» en su partido. Pues programe una quedada y aclárense, para que el resto sepamos a qué atenernos. O animalistas o taurinos, soplar y sorber no puede ser. Esto va por Kenya, que vive en el amor. De ida y vuelta. Y sin cobro revertido.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión