Despuntaba el verano del prójimo mientras yo rumiaba mi apuesta fallida; a esas alturas de un julio tardío ya tenía claro que este año me ... había precipitado con las vacaciones, lo que me retrataba de frente y de perfil ante la merecida condena a un agosto a la sombra. En ese resquemor andaba enredada mi conciencia cuando de pronto sentí la mandíbula desplomarse contra el suelo; lo de los Looney Tunes de toda la vida, los ojos fuera de órbita de puro asombro. Tenía la culpa un teletipo indigesto. El Gobierno amplía el permiso por nacimiento a diecisiete semanas, anunciaba la letra grande. A las que se añadirán otras dos en la recámara, ampliaba la pequeña. Y el plan a corto plazo es llegar entre unas y otras a las veinte, remataba un sumario. Nada que objetar, si sólo hay una vida mejor que sea buena, pero ábrase paso ceremonioso y bajo palio a mi envidia cochina mientras por dentro va sorbiéndome el tuetanillo. «Tampoco es para tanto, agonías; si total ahora eran ya dieciséis», aclaraba una voz bien informada. Acabáramos, pues sí que había perdido la cuenta.
Me flagelo con el recuerdo de mis dos permisos de paternidad, más mini que mega. El primero fue el del príncipe azul -no perciban ñoñería, es que antes de coger su colorcillo el muchacho vino al mundo de un marino tirando a índigo, y más que partida de nacimiento la situación requería la paleta de Pantone-. Desde aquella noche loca en que el United levantó una Champions al Bayern en el tiempo añadido, la dispensa laboral de ¡48 horas! por la cosa de ser padre me dio para dejar en nevera un par de reportajes, comprar en el Pryca un Mickey tamborilero, no soy de llegar a las presentaciones con las manos vacías, y arrastrar tras el parto los ramos de flores a casa. Duchita para sacudirse el polen y vuelta al tajo. Si todo un dios necesitó seis días para crear al hombre, y un séptimo de descanso, adónde iba yo con dos. Peor fue la cosa en el nacimiento de mi berenjenita -cero cursilería, que la criatura amaneció en tonos lavanda-. Militaba uno ya entonces en el gremio del periodismo deportivo y tuvo la niña el buen gesto de materializarse a la par que Benítez dejaba a lágrima viva el Valencia. Tan intenso fue aquello, el paritorio subsede de Estudio Estadio, que ya confirmada la buena esperanza debió la parturienta agarrar su gotero y levantarse a taparme, rendido en el sofá llamado a ser mi torre vigía. Coronó el solemne acto de llevar el bebé a casa en su canastilla un beso de despedida. Y currito picó espuelas.
No hay que desfallecer, repetían mis adentros, con paso marcial hacia los sesenta; cumplir años trae premio y lo que se nos negó en el principio lo trincaremos al final. Lo comento con mi padre, glorioso jubilado, quien arquea las cejas por respuesta y me muestra la pantalla de su teléfono móvil. Resulta que Fedea, portadora vocacional de buenas noticias, alerta de que en esta España donde los viejos ganan más que los jóvenes las pensiones están por encima de nuestras posibilidades. Que el 'baby boom' nos ha explotado en las narices. Y cuando conjuga el verbo 'repensar', uno que con la edad va relajando la estética sopesa ya poner las barbas en remojo. Equis, signo ambiguo donde los haya, se nos queda corto. Puestos a bautizarnos, mejor llámennos la generación de los pringados.
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