Bien que lo siento por toda esa gente estupenda enganchada a los chutes del glamur, pero váyanse haciendo a la idea de que el principal ... embajador de lo español en Milán sigue siendo Naranjito. Ya puede rascarse el bolsillo Amancio Ortega, colono en la tierra fértil que se extiende entre la Galería Vittorio Emanuele II y el cuadrilátero de la moda. Admirable el despliegue de los Soriano y los Colonques, su caserón señorial a la sombra del Castello Sforzesco. Pero lejos del bullicio del Duomo; ajeno a los sobrios palcos de La Scala o el encanto de Navigli; allá donde el spritz baja de precio y se extinguen los escaparates; en el punto exacto en que el ojo del turista percibe un cambio y la città paparazzi y consumista se desviste de souvenir para volverse proletaria; según llegas a esos muros sin pedigrí que alguien alzó en la Via Diomede, frente al perfil del viejo San Siro, testigos de cómo el lujo se opaca y al trazado urbano entre el tinte le asoman las canas..., en ese enclave mágico en medio de la nada nace el reino de grafiti de la mascotísima boomer, su oronda silueta ochentera aún omnipresente, flanqueada por las caricaturas de los héroes locales, Bearzot o el bambino Rossi, Tardelli, Zoff y las alusiones a la noche loca de Sandro Pertini sobre los restos de la todavía entonces República Federal Alemana.
El fortuito hallazgo del oasis nostálgico de Naranjito, camino ya de Malpensa para enfilar la vuelta a casa, viene a recordarme que todos llevamos un pasado a cuestas, y en nuestro innegable derecho a romper con él corremos el riesgo de darnos un tiro en el pie. Me sorprende en la Bella Italia la euforia de nuestra alcaldesa por la caída del censo de cruceristas, que aquí hemos pasado de contarlos como hacía Rus con los billetes, dos mil, tres mil..., a festejar su deserción, huyendo ahora del mapa donde tanto anhelábamos entrar. Si me sitúo en la Stazione Centrale milanesa puedo entenderla. Pérfida encrucijada entre nuestros deseos y temores, sus andenes son más que una metáfora. La ruta del norte conduce a lo que queremos ser: la delicada Passeggiata degli Innamorati de Varenna, las callejas deluxe de Bellagio y el exclusivo Como, donde al visitante de mochila formato Ryanair lo reciben un Ferrari y el funicular que trepa hasta Brunate, igual de escalofriantes allá arriba sus vistas del lago y las cartas de los restaurantes. El camino hacia el este, por el contrario, dibuja el peor presagio, pues a dos trenes de distancia, cuatro horas de vías, transbordo en Verona, aguarda Venecia, parque temático de cuyos canales huyen los lugareños. Podrás dejarte estafar en los dieciochescos cafés de la plaza de San Marco, los sillones tapizados del Florian, la terraza del Lavena, de violines relucientes que reviven a Gardel, pero lo común es zanjar el día con comida take away sobre un puente, helado de rigor y un llavero. Celebro que Valencia quiera ser Como. O Milán, que el arrocito está muy bien pero mejor sienta la pasta fresca. Lo que no me cuadra entonces es nuestra cobardía con la tasa turística, arma contra el viajero corrosivo y de baratillo. Venecia cobra entrada: cinco euros por anticipado, diez in situ, y quien se entera en el control de accesos lo acepta con naturalidad. Si alguien por esa miseria se da la vuelta no nos debe importar, pues con suerte comprará una flamenquita antes de volver al barco.
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