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La bolsa piruetea entre hojas secas, plástico ingrávido arrastrado por el viento otoñal, arriba, giro a la derecha, descenso en picado, ¡ups!, eso ha estado ... bien. Dos jóvenes a medio cocer observan frente a un televisor su danza loca, atrapada en los confines de una cinta de vídeo, y entonces él lo suelta, abriendo paso a las emociones que sintió mientras grababa aquella poderosa insignificancia capaz aún hoy de encharcarle la mirada. «Ese día descubrí que existe vida bajo las cosas», susurra tan intenso que ella no puede reprimir un beso. La secuencia, minúscula como el propio objeto venerado, una simple bolsa, polipropileno sin más, entronizó 'American beauty' y sin saber muy bien por qué se me agarró a la memoria, de donde vuelve de tanto en tanto para recordarme el incalculable valor de lo infinitesimal. La última vez me ocurrió en el metro, una tarde de estas, allá donde Valencia se convierte en Alboraia. Apenas arañó el convoy la superficie, de pronto un chorro de luz natural en medio del artificio, se coló en mi ensimismamiento el diálogo entre una pareja de guiris. Rubicundos. Pieles luminosas heridas por este sol aún joven y todavía indulgente, de maniobras con vistas al verano. Ojos de explorador los de él, dos rastreadores por la huerta valenciana; sonrisa desacomplejada en el rostro de ella, como de quien retiene un secreto y se dispone a dejarlo marchar. Has de contemplarla, le dice al fin, aquí se ve como en ningún otro sitio, la famosa luna de Valencia... Y ganan el apeadero, prestos a saborear el amanecer de una noche de temporada, de esas esplendorosas en que abril ya huele a mayo y el satélite, sabiéndose estrella, remolonea al calor del horario estival. Aquel entusiasmo acomodado en clase turista me hizo reflexionar. Cuánto hace que no miro la luna. La belleza de lo cotidiano. La bolsa y el viento que la mece, metáforas del placer invisible.
Muchas veces me he preguntado cómo será morar en París o Roma, en qué momento la mirada se habitúa y dejan de deslumbrarte la majestuosa presencia de la Torre Eiffel o el relieve histórico del Coliseo. Igual alguien piensa lo mismo de nosotros, caigo ahora al leer que hay una loma en el Parque de Cabecera, camuflada en medio del enjambre urbano, capaz de obsequiar atardeceres parangonables en sublimidad a los de nuestro mirador fetiche, el lago de la vida, la Albufera. Sin rienda que la contenga, viaja mi imaginación a un verano ya vivido, Piazzale Michelangelo y su cima mágica, el culebreo del Arno por las arterias de Florencia hasta que de súbito, hora del ocaso, un milagro lo funde con el cielo, regados ambos por la agonía del sol inflamado hasta desintegrarse. Y de ahí cabriola al futuro, al próximo estío por escribir y la esperanza de que Montmartre me reserve otro crepúsculo memorable. Lo que no podía imaginar era lo del Parque de Cabecera. Cosas de la vista, tantas veces afilada en la distancia larga y cargada de dioptrías con lo cercano. Muéstrame tu atardecer, permíteme almacenarlo en mi retina, regálame recuerdos de calidad capaces de edulcorar cualquier día de mierda. Quién lo habría de decir, igual el antídoto para tanta miseria circundante lo hallemos en lo intrascendente, aunque sea por un instante, hasta que el regreso del sol nos devuelva nuestra oscura realidad. Porque ya lo escribió Sabina. Te podrán robar tus días, tus noches no.
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