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EFE
Olor a Oveja

Olor a Oveja

La Iglesia nicaragüense revive los sueños y fantasmas de los 80 al ponerse en primera línea de la insurrección contra el orteguismo

Mercedes Gallego

Enviada especial. Nueva York

Viernes, 13 de julio 2018, 22:32

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Los demonios andan sueltos. El primer aviso llegó en moto, como un mensajero del infierno. El desconocido se coló en plena catedral de Managua directamente hasta el altar donde el padre Luis Herrera oficiaba misa y apretó desafiante el acelerador: «¿Quién es el que quiere la paz?», le gritó.

En ese momento los fantasmas de monseñor Romero, asesinado en El Salvador en 1980, sacudieron los espíritus petrificados del sacerdote y sus feligreses. «Me quedé paralizada, creí que sacaría un arma», dijo a La Prensa Jeannette Morales, que lo vio desde un banco. Era 29 de abril, demasiado pronto como para entender que debajo del casco azul de ese motorista anónimo se escondía toda la fuerza represora de un régimen decidido a gobernar hasta la eternidad, sin venia alguna.

La víspera miles de campesinos de todo el país habían llegado a Managua en caravana siguiendo el llamado de la Iglesia para orar por los 63 muertos que ya se había cobrado la represión en apenas diez días. En la catedral se habían refugiado esa semana los estudiantes tiroteados y el pueblo llevaba comida hasta sus naves para los que seguían atrincherados en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), al otro lado del Paseo Rubén Darío donde les tiroteaban los paramilitares aparecidos de la noche a la mañana.

Incrédulo, el padre Herrera temió que el motorista pudiera estar drogado o embriagado. Era mucho peor. Estaba poseído por los demonios de un sandinismo desconocido para la izquierda del mundo, como las turbas que el lunes intentaron linchar al cardenal Leopoldo Brenes, a monseñor Silvio Báez, al enviado del Papa Waldemar Stanilaw y hasta diez sacerdotes que les acompañaban en su intento de rescatar a las doce personas asediadas en la Basílica de San Sebastián en Diriamba, donde habían instalado un puesto para cuidar a los heridos. Al grito de «¡Asesinos! ¡Golpistas! ¿Dónde están las armas?» les arrancaron los petos y símbolos religiosos mientras les golpeaban en el estómago, la cabeza y hasta les intentaban acuchillar con arma blanca. Monseñor Baez la vio venir y puso el brazo, donde aún le sana el corte, como al padre Edwin Román, que exhibe varios en los brazos y el cuello.

Ni cuando llegaron a las puertas de la basílica con las sotanas blancas manchadas de sangre y sus símbolos violados encontraron la paz de la iglesia. Las turbas se abalanzaron dentro de la Basílica en cuanto se entreabrieron las puertas y acabaron quemando santos y bancos en un pira de odio que horrorizó al país. «Si esto nos hacen a nosotros qué no le harán al pueblo», se estremeció el párroco de Masaya.

De no haber sido por la llamada que hizo el nuncio al gobierno apelando a su estatus diplomático como embajador del Vaticano, Diriamba hubiera dejado pequeña la masacre de los jesuitas españoles de El Salvador en 1989. El precio de ponerse al lado del pueblo durante las guerras centroamericanas fue alto. Entre 1976 y 1989 hasta 33 sacerdotes, monjas y seminaristas fueron asesinados por militares y escuadrones de la muerte, como los que el mes pasado mataron en León de un disparo certero al monaguillo de 15 años Sandor Dolmus, «un niño muy querido por todos los sacerdotes», le recordaba ayer el cardenal Brenes. «Son tiempos muy duros los que estamos viviendo», admitió. «Estamos reviviendo una película de los años 80 que hacía mucho tiempo que no veíamos».

Carlos Mejía Godoy, símbolo del romanticismo sandinista que inspiró a los revolucionarios de todo el mundo con su «Nicaragüa, Nicaragüita», ha escrito ya una docena de canciones en estos tres meses de insurrección, una de ellas dedicada al monaguillo por el que «lloran las campanas de la catedral, talán, talán». Es, ha dicho el cantautor, una ofrenda para «el valiente clero de León que, inspirados por Cristo, están firmes al lado del pueblo».

No es sólo el de León, donde el cardenal fue párroco. «Desde el principio que vimos la situación di la orientación de que si hay dificultad y alguien pide donde acogerse abrieran las puertas de los templos y tratásemos de cuidarlos», explica. «Nunca hemos preguntado a qué partido pertenecían. Hemos convertido nuestros templos en hospitales, hemos ido lo mismo a las cárceles a interceder por los detenidos que a las barricadas a sacar a policías y paramilitares que habían sido capturados».

Le parece normal, porque ésta es la misión del catolicismo y porque «la Iglesia en Nicaragua es una iglesia muy sencilla», explica. «Nosotros, los obispos, somos personas. No hay oficinas, sino que, como el Papa siempre ha dicho, tenemos olor a oveja. Vivimos en las parroquias, muchos conducimos nuestros propios vehículos, no tenemos secretarias, nos sentamos a platicar con la gente constantemente. Y es mucho más doloroso cuando uno la conoce».

Olor a oveja hasta el 19 de abril. Ahora, «en Nicaragua tenemos que tener olor a sangre», dice el padre José Idiáquez subiendo la apuesta. Al rector de la Universidad Centromericana (UCA) le horrorizó desde el primer día la violencia y el salvajismo con el que las juventudes sandinistas, trasladas en autobuses y escoltadas por la policía, les tiraron piedras y destruyeron el portón recién inaugurado. «Entonces pensé que esto iba contra la UCA, porque siempre han dicho que somos una universidad 'desestabilizadora'», pero pronto los ataques se extendieron al resto de los centros universitarios y al país. Fue la Manifestación del Día de las Madres del 30 de mayo, sangrientamente reprimida por francotiradores apostados en las azoteas, la que le convirtió en héroe «sin buscarlo», aclara. Terminó de ponerse en la mira con la decisión de abrir las puertas de la universidad para que sirviera de refugio no solo a los estudiantes sino a todos los que huían de la carnicería, «gente sencilla que nada tenía que ver con aquello, que esperaban el autobús para volver a casa después del trabajo». Alrededor de 5.000 personas se refugiaron esa noche en la UCA, entre ellos cinco heridos, dos de los cuales fallecieron por falta de asistencia, mientras la policía disparaba a las llantas de los bomberos que intentaban evacuarlos.

«Una bestialidad», resume. «Recuerdo a los jóvenes cayendo, a los niños gritando toda la noche. Teníamos hasta personas en silla de ruedas y mientras la policía seguía masacrando yo llamada desesperadamente a las emisoras de radio y a las organizaciones de derechos humanos para que nos dejaran sacar a los heridos». Ese día murieron 18 personas, pero si Idiáquez no hubiera abierto el maltrecho portón, la masacre habría tenido proporciones históricas.

Para quien dude, se ha guardado piedras, casquillos de bala y vídeos de cómo la policía les abría paso a las turbas de las juventudes sandinistas y los paramilitares. «No tengo ninguna duda de que lo organizó el gobierno y aunque me maten se lo digo a la cara».

Discípulo de los jesuitas del padre Ellacuría asesinados en El Salvador en 1989, con 13 años Idiáquez tuvo al padre Amando López como director espiritual. Lleva tatuado en el alma que los sacerdotes tienen que estar cerca del pueblo y defender la justicia social, aunque les cueste la vida. «Todos estamos esperando la muerte, porque el señor Ortega y la señora Murillo están dispuestos a acabar con el pueblo», dice sin que le tiemble la voz. «O nos sometemos o nos vamos a la vida eterna, como me dicen por teléfono». Según aumenta la violencia, las amenazas dejan de ser anónimas. «Que no se olviden los curas de que las balas también traspasan sotanas», les advirtió el lunes por televisión el histórico guerrillero Edén Pastora, que les acusó de «estar inspirados por Satanás». Y aunque a ninguno se le ha olvidado, estremece hablar de la soga en casa del ahorcado. «Me recordó a cuando la consigna en El Salvador era «haga patria, mate a un cura' Estamos exactamente en la misma posición, lo que pasa es que todavía no han llegado a eso, pero falta poco».

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