Agustín Navarro, el último artesano del futbolín valenciano
Tras más de cuarenta años fabricando mesas de juego a mano, Navarro resiste en su taller de Paiporta, reconstruido después de la dana, y mantiene viva una tradición que desaparece en España
Nacho Roca
Catarroja
Martes, 2 de diciembre 2025, 00:59
La historia de Agustín Navarro en el mundo de los futbolines comienza con su padre. Ambos trabajaban en una carpintería que fabricaba las cajas de ... madera para los futbolines que comercializaba Dugespi, una mítica empresa valenciana dedicada a la venta de mesas de juego. Pero aquel taller pronto se dio cuenta de que no tenía sentido limitarse a fabricar la estructura: podían montar también los jugadores y completar el producto. A partir de ese momento, Agustín entró de lleno en el mundo del futbolín, un oficio del que ya no se separaría jamás. «Llevo cuarenta y dos años en esto», dice con una mezcla de orgullo y cansancio.
Entonces Valencia era otra. «Antes se ponía un futbolín en cualquier parte», explica. La expansión era tal que cada semana salían uno o dos camiones repletos de futbolines hacia Salamanca, Sevilla, Badajoz, Córdoba o donde hiciera falta. Los bares eran centros sociales, los recreativos un refugio para los chavales que salían del colegio sin móviles y buscaban retos más tangibles. «Quedábamos en los recreativos, era nuestro punto de encuentro», recuerda con una sonrisa.
El futbolín valenciano tiene personalidad propia, y Agustín la conoce como nadie. Aquí se juega con dos defensas y cinco delanteros, a diferencia de la mayor parte de España, donde lo habitual son tres defensas y cuatro delanteros. Además, el terreno de juego es de metacrilato, con unas dimensiones que él sigue respetando como un ritual: 1,80 por 1,30 metros de exterior, y 1,61 por 0,90 en el interior. «Son las medidas de siempre», afirma mientras acaricia uno de los modelos recién terminados, hecho con la misma precisión de hace décadas.
Fuera de Valencia, el universo del futbolín cambia como cambian los acentos. «En Madrid predominan los muñecos de madera sin piernas. En Galicia o Andalucía, el esquema defensivo es diferente. En Francia, incluso, juegan con 3 delanteros y 5 en la media. Cada sitio tiene su manera», explica Navarro. Pero el modelo valenciano se ha mantenido fiel a su esencia, robusto, pesado, pensado para partidas largas y ruidosas.
Existen distintos estilos de futbolín según el país. El español se caracteriza por jugadores metálicos con piernas abiertas, que permiten un juego más técnico y preciso. El francés, conocido por la marca Bonzini, utiliza jugadores de madera pesada que ofrecen un control muy fino del balón. El italiano, representado por Garlando, usa figuras de plástico y propone un estilo de juego más rápido y dinámico.
Además de los bares, los futbolines de Navarro han terminado en casales falleros, uniones musicales, iglesias, grupos scout y, sobre todo, casas particulares. «El que tiene una caseta o un garaje grande siempre quiere uno», comenta. Es un fenómeno curioso, mientras la industria del ocio se digitaliza, el futbolín artesanal vive un pequeño renacimiento doméstico.
Pero mantener un taller así en pleno siglo XXI no es fácil. Navarro trabaja solo, apoyado a veces por su hijo, que acude cuando puede. Él mismo corta, lija, ensambla, monta barras y pule superficies. «Antes ibas a cualquier sitio y te hacían una barra o un muñeco. Ahora no», lamenta. La artesanía exige un ritmo lento que no entiende de prisas ni de competencia industrial.
El 29 de octubre de 2024 estuvo a punto de acabar con todo. La dana que arrasó Paiporta inundó por completo su taller. «Cuando vine y me asomé a la puerta, pensé que había acabado», recuerda. La puerta estaba arrancada, las máquinas empapadas, todo cubierto por una capa de barro y silencio. Aquella noche vio por el móvil las primeras imágenes del barranco desbordado, mientras amigos y vecinos le avisaban: «Vete, que mañana ya veremos».
Al día siguiente regresó para enfrentarse a la devastación. Muchas máquinas eran reliquias de otra época, imposibles de sustituir sin un coste prohibitivo. Pero entonces llegó el impulso inesperado: una ayuda de 8.000 euros de Juan Roig, que lo animó a no rendirse. «Eso fue lo que me dio fuerzas», confiesa. También recibió el apoyo de amigos que pasaron meses con él rebobinando motores, reparando piezas oxidadas o limpiando barro. Poco a poco, el taller resucitó. «Hasta febrero no pude volver a abrir, y trabajando todos los días».
Hubo más señales de que valía la pena seguir. Muchos vecinos, particulares e incluso empresas acudieron para comprarle los futbolines que había podido salvar. «Se volcaron mucho», agradece. En el altillo, milagrosamente, las plantillas originales —diseñadas por su padre— se habían librado del agua. Aquello fue crucial, sin esas plantillas habría sido imposible volver a producir.
Hoy, Agustín sigue siendo el único fabricante artesanal de futbolines en la Comunitad Valenciana. Sus muñecos salen de matrices antiguas hechas para él; los campos de metacrilato, los pinta y monta a mano; y cada futbolín lleva horas de oficio, de paciencia y de memoria.
No sabe si su hijo continuará el negocio. «Esto hay que mamarlo desde pequeño. Es muy duro», dice. Pero tampoco piensa en retirarse todavía. Mientras pueda seguir abriendo la nave cada mañana, mientras las manos le respondan y aún haya alguien dispuesto a ir hasta Paiporta para ver, y comprar, un futbolín hecho como antes, la tradición seguirá viva.
«Lo importante es que vengan, que lo vean. Los que vienen se lo llevan», concluye. Y mientras lo dice, golpea suavemente una barra recién montada. Suena el clac metálico de siempre. El sonido de un oficio que resiste.
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